El dibujante del metro

Mrs White

Cuando la rutina parecía envolverme en su manto gris, algo completamente inesperado irrumpió en mi día, despertando en mí una chispa de ilusión olvidada.


Viajaba en el metro, absorta en mis pensamientos, sentada junto a un apoyabrazos. Enfrente, estaba él. Un hombre de manos inquietas, con un lápiz entre los dedos y una libreta sobre las rodillas. Un pintor, un dibujante, un observador silencioso del mundo.


 


Al principio, no lo noté. Fue la mirada cómplice de una señora sentada a su lado la que me sacó de mi ensimismamiento. Me sonreía, me guiñaba un ojo, como si compartiera un secreto que aún no entendía. Fue en ese instante cuando, al mirar hacia él, me di cuenta de que me estaba dibujando.


 


Sentí una leve sacudida en el corazón. Lo miré, y él también me miró. Sus ojos tenían algo que no supe descifrar del todo: ¿curiosidad?, ¿inspiración?, ¿una historia que quería contar con trazos y sombras? Mientras su mano recorría el papel con precisión, yo no podía apartar la vista. Había algo mágico en aquel momento, algo que rompía la monotonía del viaje y lo transformaba en un instante único.


El metro avanzaba, pero el tiempo, de algún modo, parecía detenerse entre nosotros.


Finalmente, llegamos a la última parada. Me levanté del asiento y, justo antes de cruzar las puertas, él arrancó la hoja de su libreta con delicadeza y me la extendió sin decir una palabra.


Me había dibujado.


Era un retrato hermoso, capturando no solo mi rostro, sino algo más profundo, como si hubiera logrado plasmar la esencia de ese instante o la naturaleza de mis pensamientos y mi ser. Y en una esquina de la hoja, había dibujado su propio rostro, mirándome.


Me giré, esperando encontrar su mirada una última vez, pero él seguía allí, sentado en el mismo lugar, abriendo una nueva hoja en su libreta, listo para empezar de nuevo, como si el viaje nunca terminara realmente para él.


Las puertas se cerraron, y el metro partió, llevándose con él su misterio. Yo me quedé en el andén, con el dibujo en las manos y una sensación agridulce en el pecho, preguntándome cuántas más historias como la nuestra viajarían con él, escondidas en páginas de papel.


 

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