Sagrada Familia

Eli

Cuando marcó su T-Mobilitat, se confirmó que el silencio era atronador. Solo el pitido del contador en el torno —normalmente acallado por gritos, risas, pasos, ruedas de trolley traqueteando los resaltes de las baldosas, diálogos en varios idiomas— resonó en el acceso de Sagrada Familia.


Levantó la mirada. A su alrededor, un centenar de personas quietas, quietísimas, decoraba la entrada a la L2 y la L5. ¿Desde cuándo —o desde dónde, más bien— se extendía este bosque humano en pausa? Ni idea. Había ido todo el trayecto pendiente del móvil. Y llegaba tarde. Y chispeaba y no quería mojarse. Y, al parecer, el café para llevar que se había tomado tenía un punto lisérgico.


Se acercó al vigilante del metro y su imponente mostacho. No sabía si tocarlo. Tocar al vigilante, claro, en un brazo, por ejemplo, no su mostacho en particular. Atisbó detrás del torno a un auxiliar de TMB. Su ademán paralizado, bastante amable para ser las 7:04 de la mañana, atendía a un grupo de turistas que no atinaba con el pago en la máquina expendedora.


Bajó al andén sorteando a cada peldaño cuerpos que, petrificados, ya ni subían ni bajaban, y descendió entre pasos a medio andar, palabras partidas y besos que ahora eran eternos en esa pausa. Ya se pueden querer dos personas para besarse en el metro a las 7:04.


La cantidad de humanos de distintas edades, procedencias, vestimentas y posturas en el andén no le sorprendió. Lo habitual, sin movimiento. Incluso la curiosa estampa en el andén de enfrente, dos adultos y sus dos vástagos en poses barrocas, tan solo le hizo inclinar la cabeza y entrecerrar un ojo. Un poco más a la derecha, y el letrero y la familia formarían una composición ideal. Chasqueó la lengua porque el perfeccionismo no entiende de situaciones extrañas.


El trasiego en el metro solía ser rápido, fugaz, efímero. Ahora, el tiempo se había detenido entre dos trenes. Algunas personas tenían un libro entre las manos. Eso tampoco le llamó la atención, aunque era cada vez más raro ver páginas impresas entre tanto pulgar, ahora congelado, sobre las pantallas.


Lo inquietante en aquella parálisis era que el letrero luminoso, fiel a su función, seguía indicando, preciso y eficiente, la cuenta atrás para el siguiente tren. En su andén, minuto y medio de espera. En el de enfrente, apenas 46 segundos. Ya se oía a lo lejos el convoy. Miró a su alrededor. Todo el mundo permanecía atascado en su gesto incompleto.


Desbloqueó su móvil. Tampoco el reloj de la pantalla había avanzado más de las 7:04.


Se acercaba el tren del andén de enfrente. 38 segundos. En breve haría su entrada desde el túnel en sentido contrario a su trabajo. El de todos los días. El que no le dejaba despegar los ojos de la pantalla, ni permitirse llegar con la ropa mojada ni beber un café en una mesa, frente a un ventanal.


27 segundos.


Corrió hacia las escaleras para llegar hasta el otro andén entre aquella marabunta silenciosa. Sólo se oía su desesperada carrera. Llegó cuando quedaban apenas 3 segundos. Todo el mundo en pausa: la familia barroca, las chicas del beso eterno, un joven de pelo largo… y el metro, puntual, llegó deslizándose con su acompasado sonido metálico sobre el acero.


Frenó, gentil, y tras el susurro hidráulico de los mecanismos se liberó el agarre de sus puertas, tras un pitido triple que era casi un saludo, una reverencia.


Nadie subía. Nadie bajaba. ¿Cómo iban a hacerlo, inmóviles?


Se adentró en el vagón. Abrió WhatsApp.


Escribió: «Mamá, ¿quieres tomar un café?».

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