Estaciones que nadie ve
Barcelona, 1943. La ciudad se ha convertido en una sombra de sí misma, como una fotografía demasiado expuesta a la luz. Las calles hablan en susurros, las persianas apenas se atreven a respirar. Arriba, la vida se disfraza. Abajo, bajo la piel de la ciudad, algo espera.
Julia limpia vagones. Friega con manos cansadas los rastros de un pueblo domesticado. Nadie la mira. Es invisible. Pero cada vez que el tren atraviesa los túneles, percibe otro latido, como si, bajo los mapas oficiales, existiera otro plano, una red secreta hecha de recuerdos y estaciones borradas.
Una noche, el tren que debía detenerse en Passeig de Gràcia sigue de largo. Cruza un túnel oscuro como una boca sin voz y se detiene en una estación sin nombre. Las puertas se abren. El silencio entra antes que ella pueda reaccionar.
En la pared, una sola palabra escrita con tiza deshecha: “Ausencia”.
Baja.
El andén está frío, cubierto de polvo y papel húmedo. Pero en el centro hay una silla vacía frente a un espejo colgado. Se acerca. Julia no se refleja en el espejo, se intuye a otra mujer. Con sus ojos, sin su vida. Canta, ante un auditorio invisible, en una lengua prohibida.
— Esa era yo, antes de que me robaran la voz, piensa Julia.
Cuando el tren regresa, ya no lleva pasajeros. Solo una caja de madera llena de cartas sin destinatario. Lee una: “Si alguna vez olvidas quién fuiste, baja al siguiente andén.”
La siguiente estación, “Travessera”, no está en ningún plano. Es un laberinto de paredes llenas de nombres tachados. En el suelo, zapatos pequeños, una fotografía rota y una muñeca sin ojos. Julia siente una voz que le susurra: “Aquí esperamos un tren que nunca llegó.”
En cada nueva parada, el espacio se transforma. En “Gaudí”, el aire tiembla como si fuera a llorar. Hay murales pintados a medias, canciones colgadas del techo como ropa tendida. En “Banc”, el metro se bifurca en túneles que no llevan a ninguna parte: la memoria dispersa de un país que ha olvidado cómo recordarse.
Finalmente, llega a “Correos”. El andén está vacío, pero sobre un banco hay una sola carta con su nombre, escrito en tinta roja. Julia la abre. No hay palabras. Solo una llave de hierro oxidada.
Cuando vuelve al tren, hay un hombre sentado. No lo vio subir. Lleva un traje negro y un reloj sin agujas.
— No has venido a huir, dice. Has venido a despertar.
El tren se detiene por última vez. No hay estación. Solo un túnel abierto, un vacío profundo. Julia sabe que si cruza ese umbral, ya no volverá a ser la misma. Pero ya no tiene miedo. Sostiene la llave en la mano. Y la llave encaja en una puerta que aún no ha encontrado, pero que siempre estuvo dentro de ella.
Desde aquella noche, nadie ha vuelto a ver a Julia. Pero de vez en cuando, los conductores del turno de noche dicen que, entre dos paradas, aparece un vagón que no pertenece a ninguna línea. Un vagón antiguo, iluminado por una luz suave, donde una mujer canta con una voz que parece venir de otro tiempo.
Y algunos juran que, si se escucha con ese silencio adecuado, puede oírse el sonido de llaves abriendo puertas invisibles. Las puertas de todo lo que aún se aferra a no ser olvidado.