Animales salvajes en migración

Isolda Martini

En los sótanos de Barcelona se avistan animales salvajes a cualquier hora del día o la noche. Mientras la ciudad se atasca en su laberinto de coches que escupen humo, abajo, la ciudad respira. Fieras anónimas recorren sus andenes, absortos en sus quehaceres cotidianos. Unos endémicos, otros exóticos, todos ellos conforman el esqueleto emocional en movimiento de la ciudad. Es un latido constante: si uno se va, otro llega; si uno se va, otro llega; si uno se va, otro llega, tejiendo un mapa de migraciones diarias que siguen el curso que marcan los raíles.


 


Por instantes, millones de vidas coinciden en esta tela de araña centenaria. Cada desplazamiento tiene su motivo, ritual que se vuelve hábito necesario para la supervivencia. Algunos viajan en grupo, otros en solitario. Se cruzan miradas furtivas, se ensayan posturas cuando el instinto detecta que alguien observa. Animales de costumbres, cada uno busca y defiende su territorio, encontrando un lugar preferente que le permita enfrentarse a su depredador natural: el día.


 


La fauna de este ecosistema transitorio es rica y variada. Observamos al camaleón común, que se mimetiza con el color del asiento para pasar desapercibido, logrando llegar a su destino sano y salvo con las menos interacciones posibles con la realidad. No gesticula, no se delata, salvo cuando sus ojos revolotean para observar lo que pulula por la pantalla de su móvil. La gacela, conocida por su velocidad y gracia al esquivar obstáculos con gran destreza, te adelanta con un enorme salto porque se le va la vida en llegar a una hora que ya marcó el reloj hace tiempo. Sus ojos inquietos calculan la salida; se mantiene junto a la puerta, lista para huir en cuanto la luz roja sea verde. El jaguar permanece al acecho mientras observa. Captura gestos, caza frases, un depredador nato de anécdotas ajenas. El gato sigiloso permanece absorto mirando al vacío, perdido en pensamientos imperceptibles para el resto de sus compañeros. Su quietud es interrumpida cuando se desplaza unos milímetros para evitar cualquier roce indeseado. El búho abre un libro y se sumerge en otro mundo, ajeno pero atento, habitando múltiples realidades al mismo tiempo. El bulldog gruñe palabras sin sentido, escupiendo saliva con más vehemencia que coherencia. O el loro mañanero, que ataca con su verborrea sin tregua, sin dejar espacio para la reacción. Y cómo olvidarlo: el puerco, que anuncia su presencia con una fanfarria pestilente, la cual lleva ensayando desde hace varios días.


 


Yo también soy un animal en esta jungla. A veces, se me escapa una risa de hiena, porque el humor negro me parece más saludable que una manzana al día. En ocasiones, echo fuego por la boca como un dragón protegiendo su tesoro. Como una Hidra, hay días en los que tengo serpientes descontroladas por pensamientos. Otros, soy un maldito Little Pony, flotando en una nube de arcoíris. Y, de vez en cuando, me siento la tortuga más vieja del mundo, arrastrando el peso de los años.


 


En este ecosistema subterráneo, cada uno de nosotros se convierte en uno de esos animales en algún momento. Sin excepción, nos cruzamos y nos acompañamos a diario, formando parte de la gran migración que recorre el interior de Barcelona.

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