Lo que se ve, existe.

Elisa

Bajo trotando las escaleras, tocotó tocotó. Café en mano. Le quedan 50 segundos al metro: Estupendo. Además son solo 30, porque cuando quedan 20 ya pone que Entra y se ven sus luces. Y lo que se ve, existe.


 


Me peleo por un hueco, no se han abierto las puertas y pareciera que ya estuviera sonando el pitido de que van a cerrar. “Tranquilidad por dios, no hay tanta prisa”, pienso a la vez que tiembla nerviosa mi pierna. Me empujo adentro como mejor puedo y me agarro la bufanda para que no se me enganche con la puerta, (es uno de esos miedos instaurados por películas que no tienes claro si realmente pasan en la vida real). Me empiezo un podcast, en algún momento entre medias suena Propera parada y es la mía. Llego y, después de empujar a un par de personas, me bajo. Me equivoco de salida y me pregunto si a todo el mundo le pasa lo mismo, ¿por qué siempre parece que la gente sabe hacia donde va? Es como si diera vergüenza perderse. Por eso mismo, cuando estoy saliendo y me pregunta una mujer que dónde tiene que coger el metro para llegar a Monumental se me escapa una pequeña sonrisa. ¡Hay gente más perdida que yo! Qué alivio tan egoísta.


 


Con la tontería casi se me olvida hacia dónde iba. Al fin llego, cojo el ascensor, me presento en recepción y me mandan a una sala de espera. Aquí no hay nadie y yo con tanta prisa, siempre pasa. ¿Siempre pasa o los demás sí que van tarde de verdad? Escucho que alguien pregunta por mí y poco después comienza mi entrevista. Salgo tranquila, que no es poco. Mañana me darán noticias. 


 


Para celebrar que he llegado entera, que estoy contenta y, sobre todo, que no me he tirado el café encima, me doy un homenaje: salgo a la calle y me siento en una terraza al sol. Elijo la mesa desde la que se puede ver la Sagrada Familia. Me quedo mirando los edificios que la rodean, son enormes y aún así parecen pequeños a su lado. ¿Hace cuánto que la empezaron? Más de 100 años y aún no la han terminado. Me encantan las vistas, si me cogen en el trabajo seguro que me hago clienta fiel de este bar. Miro a la carretera, no paran de pasar coches y buses y motos y bicis. ¿Dónde está la boca de metro? Si no se ve, ¿existe? Debe de existir porque lo noto debajo de mis piernas, cada vez que llega uno todo tiembla un poco. Eso, o hay un terremoto cada pocos minutos. Aún así me cuesta creerlo, cómo puede ser que se sostenga la ciudad si está hueca por dentro.


 


Me trae la cuenta la camarera, le pregunto dónde está el metro. Seguro que se cree que soy una turista, pero mejor eso que estar perdida. Me señala la esquina de la calle que tengo a mi costado. Qué tonta no haberla visto antes. Cuando llego a las escaleras, miro bien donde estoy. Si vuelvo (espero volver), quiero ser capaz de salir por esta boca de metro. 


 


Esta vez bajo sin trotar. Uno, dos, tres, un dos, tres. Escalón a escalón. De hecho, creo que mi ritmo tranquilo molesta a los que van trotando. Ahora le queda 1 minuto, pero siempre es menos, porque a partir de los 20 segundos… Aparece, y entonces vuelve a existir. Cuesta creer que sobre mi cabeza tenga el peso de toda una ciudad. Entro. Ahora al menos no hay tanta gente. Veo mi reflejo y creo que me gusta lo que veo. Me quedan 6 paradas. En tres canciones ya habré llegado a casa. En un cuarto de podcast, también. ¿A partir de ahora voy a medir el tiempo así? 


 


Mañana tendré noticias. 


 


Mañana sabré si este es el camino que me espera el resto de mi vida.

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