Aguda

Vilar Barja

Era una tarde fría en Barcelona, el tiempo no acompañaba a hacer planes, así que cuando salí de trabajar me dirigí directamente al metro para volver a casa. Me gusta entrar por el acceso de paseo de Gracia con Aragón para observar brevemente el encanto de las esculturales fachadas que lo integran. Una vez llegué al andén me percaté que había sido decorado como una estación del siglo pasado; la señalización había cambiado, los anuncios; se debía a la conmemoración del centenario del metro. De repente mi cuerpo se sobresaltó, fue como si un rayo atravesara mi ser; todo lo que había a mí alrededor cambió, sentí como si estuviera viajando en el tiempo; la estación, las personas, el tren, todo era diferente, todo era gris, triste, miseria, ¿Estaba en una película de posguerra?


No entendía nada, mi cerebro no era capaz de procesar lo que veía, ¿Qué estaba sucediendo? Entonces en el andén de enfrente lo vi, su mirada se posó directamente en mí y me sonrió; se había dado cuenta de que lo había reconocido igual que él me había reconocido a mí. ¿Cómo era posible? Él nunca me había visto con la edad que tengo actualmente, y yo a él en aquella época tampoco, únicamente en fotografías en sepia que había visto alguna vez. Sin ninguna duda, aquel veinteañero era mi abuelo, en la estación de metro de Aragón, esperando a coger el tren. Quise cruzar para llegar al otro lado de la estación, pero en ese momento el tren hizo su aparición en el andén, con tanta fuerza, que el viento pareció un torbellino que me hizo trastabillar y me transportó muy lejos de allí, donde el silbido del viento y la suave brisa fresca me devolvían a una remota aldea gallega, en la que veraneaba cada año, donde nos acomodábamos en los tocones del patio trasero de la casa de mi abuelo y  en los que cada tarde nos sentábamos los dos “al fresco” a contarnos nuestras “batallitas”. Recordé como alguna vez explicaba que en tiempos de guerra, él había estado en Barcelona, una ciudad muy sucia me decía; siempre comentaba lo desagradable que era paseo de Gracia, ya que era “un penacho de humo y vapor” de la humarada del tren que cruzaba la calle Aragón. Yo en aquella época tenía diez años y no entendía a qué se refería; lo único que podía explicarle era lo que hacía en el colegio con mis amigos y lo bien que se me daban las matemáticas, porque había sacado muy buenas notas. Recuerdo como él, orgulloso de lo perspicaz que era, decía “ti eres AGUDA”.  No entendí el significado de esa palabra hasta pasados muchos años, como tampoco entendí porque mi abuelo había venido a Barcelona y ahora no vivía aquí mientras yo si lo hacía. De esto también fui consciente años después, cuando mis padres me explicaron que mi “avó” no vino a Barcelona por gusto, sino que lo trajo la guerra civil que se vivía en el país, ese detestable conflicto que lo sacó de su aldea, y lo llevó con veinte años muy lejos de su hogar; él no pudo elegir, el primer bando que llegó a la aldea se lo llevó sin preguntar siquiera su nombre.


En ese momento, abrí los ojos y pese a alegrarme de haber podido recuperar esos recuerdos, la morriña me invadía, las lágrimas empezaron a brotar. Fijé la mirada en mi mano, en la que llevo tatuada la palabra “AGUDA”, buscando consuelo, pero no lo encontré, hacia tanto tiempo que no pensaba en él, la rutina, la vida, el caos, te absorbe y abandonas a las personas que no ves a diario; si las personas ya no están y dejas que caigan en el olvido, nadie las recordará más.


 

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