Maya

Daniela

El chapoteo del diluvio se escuchaba desde el interior de la línea de metro. Las carcajadas de adolescentes y niños sonaban al unísono, los adultos, en su mayoría, miraban su teléfono móvil sin importancia. Ojeaba a las personas que le rodeaban, fijando los ojos en cada movimiento que estaban


realizaban. Miró sus zapatos, frunciendo el ceño al encontrarlos mojados, aferró sus manos a la mochila, sentándose en una de las sillas libres de la cabina y agachó la cabeza, llevaba una gorra, una de esos tantos clubes de la NBL que tanto le gustaban a su niña. Escuchaba al altavoz hablar. -Próxima parada: Belviche- No debería tardar mucho, en unas cuantas bajará y todo acabará.


 


Cerró los ojos, descansando su cabeza contra la ventana. Las heridas que parecían estar curadas le ardían, negándose a rascarse, frotó su mano contra el pantalón de pana negro, encontrándose con un charco de humedad, probablemente sangre. Una mano en el hombro le hizo abrir los ojos inmediatamente, las pupilas se redujeron, quizás del miedo, de la verdad…


 


—¿Papá, cuándo volverás a por mí?—


 


No. Era su cabeza. Estaba alucinando. Por qué ella estaba muerta, muy muerta. No iba a volver, da igual las plegarias a dios o los intentos que hiciera para volver en el tiempo.


 


Porque él era un inspector de policía con la orden de infiltrarse en una de las bandas más peligrosas de toda la ciudad, debía haber sido precavido, se lo habían dicho, joder. Tenía una sola misión, se había convertido en un corrupto, traicionando a su patria, a su familia. 


 


Creció como un adicto. Se convirtió en un héroe.Regresó al ciclo de la adicción. Nadie le comentó que se tenía que relacionarse, mantener un lazo estrecho entre los miembros de las bandas, mucho menos que tenía que sacrificar a su familia. Ni siquiera pudo despedirse de ella. ¿Sufrió? ¿No lo hizo? 


 


Una lágrima había rodado por su mejilla, bajado por el cuello y se escondía entre los ropajes oscuros que portaba. 


 


Él la amaba, amor… ¿Cuántos meses de antigüedad tiene esa palabra en su cabeza? 


 


—Papá.— 


 


No. ¿Qué posibilidades había de que lo encontraran?


 


El metro se detuvo, había estado tan absorto en su mente que no había contado el número de paradas. Se levantó dispuesto a irse, acelerando el paso, con cuidado de no cojear.


 


—¡Tú!—


 


Dos segundos. Ese fue el tiempo en el que se detuvo en seco. Las puertas de la línea de metro se abrieron, saliendo y encontrándose en la estación. “Santa Coloma” no tenía nada de especial, por lo tanto, eso le sumaba puntos. El camino fue largo, silencioso (excluyendo el sonido de la estación). Cuando se abrieron las puertas, respiró. La lluvia caía sin parar, empapando todo de él, paseó por las calles estrechas sin hacer ruido: callado. Se dirigió a uno de los callejones oscuros que habían, encontrándose con la sombra de 4 hombres.


 


—Me has engañado, cabrón.— Gruñó.


 


Era un intercambio sencillo. 600 gramos por una buena pasta, lo suficiente para pagar un alquiler durante una temporada, pero había decidido traer a 3 de sus hombres. 


 


—Vas a morir, alégrate.—


 


Se hubiera carcajeado si tuviese tiempo, pero no mentía, una mano le sujetó de ambos brazos, un puñetazo le hizo sentir el sabor metálico en la boca. El sonido de un arma se escuchó.


 


Maya, su hija se llamaba así, tenía 10 años cuando murió. Solo quería volver a verla. Que poco le importaba su vida. Le daba completamente igual. La detestaba.


 


El destello del cañón del arma le iluminó, cerrando los ojos en el proceso.


 


 


 

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