La estación del olvido
Era un hombre mayor, de rostro arrugado y mirada apagada, que se deslizaba por los pasillos del metro como un espectro. No tenía familia ni amigos, solo su pequeño apartamento en Sants.
Cada mañana, a las siete, se ponía su sombrero gris y se dirigía a la estación. Se subía al mismo vagón, ocupaba el mismo asiento junto a la ventana y se sumergía en el traqueteo de las ruedas.
A pesar del bullicio de Barcelona, se sentía lejano. La vida había sido indiferente con él, y la soledad su única compañera.
Sin embargo, en el metro algo cambiaba. Aunque no hablaba con nadie, el tren era su refugio. Las estaciones venían y se iban, pero dentro de ese mundo subterráneo todo tenía un ritmo familiar.
A veces observaba a los jóvenes, con sus teléfonos, ajenos a su alrededor, y sentía melancolía. Ellos no sabían lo que era estar tan solo, ver los días pasar sin que nadie se percatara de tu existencia. Las caras de los viajeros se desvanecían como figuras de un cuadro sin importancia.
Nadie le prestaba atención, y él no lo deseaba. No necesitaba ser mirado, solo estar allí, ser parte de algo, aunque fuera solo durante esos minutos de viaje. Pensaba que el metro era como él: un lugar lleno de gente, pero vacío, donde las interacciones eran superficiales.
Se sentía intrigado por un joven que tomaba el mismo tren cada mañana. Cada vez que se cruzaban, él le sonreía amablemente, un gesto fugaz pero genuino. No hablaban, pero Ramón sentía que ese gesto era lo más cercano a la calidez humana.
"Tal vez", pensaba, "hoy me hablará".
Pero el día pasaba, y el momento nunca llegaba.
Un día, un caos sacudió la estación de Passeig de Gràcia. Un tren llegó retrasado, y las plataformas se llenaron. En la confusión, el joven lo miró directamente, sin sonreír.
—Señor —le dijo—, creo que se ha olvidado su mochila.
Ramón tocó su espalda. Era cierto.
Antes de poder responder, el joven se alejaba, fusionándose con la multitud.
Una vez más, se fue. Pero algo había cambiado en su interior.
Pasaron los días, y Ramón comenzó a buscarlo. Lo veía al entrar, siempre en la misma estación. A veces intentaba tomar su asiento habitual, para estar más cerca. Pero el joven nunca lo miró de nuevo.
Una tarde, mientras regresaba a casa, Ramón se sentó por última vez en su lugar habitual.
El tren se deslizó por los túneles como siempre, pero sin consuelo. Las imágenes del joven y la mochila olvidada se entrelazaban con la sensación de siempre: ser invisible. Ese pequeño momento de esperanza se desvaneció.
El tren se detuvo en su estación. Los pasajeros comenzaron a bajar, y él permaneció sentado.
El metro seguía siendo el mismo: un flujo constante de personas que nunca se detenían a mirar al de al lado. Y él seguiría siendo el mismo hombre solo, viajando sin destino.
De repente, una voz interrumpió sus pensamientos.
—Ramón, ¿por qué no me esperas?
El hombre levantó la vista, sorprendido.
A su lado, una mujer lo miraba con una sonrisa cálida. La reconoció al instante.
—Carmen… —murmuró él, con un nudo en la garganta.
Pero antes de que pudiera decir más, ella se desvaneció