Reencuentro

Avenarius

Un bebé llora en el metro. Pero no solo llora. Chilla, brama, aúlla. Las miradas del vagón, que en un principio se dirigían al infante preocupadas, han abandonado la empatía y ahora comunican fastidio. Entre estas miradas destaca una de auténtica repugnancia que proviene de los ojos de una viejecita por lo demás adorable. Me detengo en este curioso vínculo. El llanto del bebé es una fuerza equivalente en magnitud y contraria en dirección a la mirada de la señora. Sigo el hilo de repulsión que tensan las pupilas de la anciana hasta el niño y me siento presa de un súbito mareo. El vértigo de una verdad que me precede me golpea el estómago. Entiendo de golpe que esta escena es la continuación de un duelo antiguo. Mujer e infante se han visto antes, en otro tiempo y otro lugar.


El 15 de julio de 1904, bebé y mujer se habían encontrado sobre un tren saliendo de Friburgo con dirección a Badenweiler. En aquel encuentro la mujer fue el ruso Mijaíl Prishibiéiev, veterano de la guerra contra el imperio Turco-Otomano, héroe de la batalla de Pleven; mientras que el bebé fue el turco Murat Özdemir, veterano de la misma guerra en la que fungió como soldado raso, siendo dispensado tras perder una pierna en la batalla de Ardahan. En esa oportunidad su encuentro fue registrado por el profesor Avenarius, filósofo de poca monta que se hallaba, como los dos enemigos mortales, de camino al balneario de Badenweiler. Avenarius capturó, mientras esperaba que el mozo del vagón-bar le sirviera su copa de brandy, el instante en que Prishibiéiev, también esperando una orden, dirigió una mirada brevísima pero bullente de ponzoña a Özdemir, quien a su vez respondió con una palpitación del labio superior de simétrica toxicidad justo antes de alejarse con su espresso y su Schwarzwälder Kirschtorte.


Otro encuentro había tenido lugar en una noche de monzón en las aguas cálidas de los mares de Filipinas, donde un barco de la armada española fue atacado por el junco terrible comandado por la infame pirata Zheng Shi. Los hombres de Shi terminaban de cargar su botín, el agua caía a cántaros sobre la madera agujereada por los cañones y Shi paseaba su mirada sobre los rostros empapados de lluvia y sangre de los prisioneros, cuando la fuerza magnética proveniente del solitario ojo en la faz de un muchacho tuerto exigió su atención. El segundo almirante Guajardo, único superviviente del abordaje, fue rescatado días después e inexplicablemente lo que recordaba con mayor claridad era la sonrisa dibujada en ambas caras, la de Shi y la del joven, mientras la primera le rebanaba el pescuezo al segundo con un dao de empuñadura de marfil. Sobra decir que tuerto y pirata eran bebé y mujer.


Llevamos tres paradas y ni cesa el llanto ni cede la mirada, pero su largo devenir les ha enseñado que en cada duelo debe haber un triunfador. En esta ocasión es la anciana quien sale derrotada. En la estación Maragall la señora sale del metro y se pierde entre la gente, sabiendo que ha de esperar su siguiente vida para hallar la revancha. El llanto se apaga. En Llucmajor el bebé y su madre descienden y yo sigo mi trayecto a casa. Comprendo en este silencio último que para saber todo esto debo haberlo recordado, y para recordarlo debo haber estado ahí. Aquí, ahí, ahora, entonces, da igual. Yo soy Avenarius, yo el segundo almirante Guajardo. Mi destino siempre ha sido y será éste: ser el espectador, el aedo que cante su interminable gesta. Lo olvidaré, claro, hasta que su odio me llame de nuevo.

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