Família
Santos se para y mira hacia arriba con ojos vivos, inquietos, empujado por un aire frío que se le mete por el cuello de la chaqueta justo al salir de casa. Lo acompaña Oriol, su hijo, que marca cierto ritmo marcial al padre porque ya llegan tarde. Al acercarse al asfalto para pedir un taxi, Santos lo agarra del brazo y le dice que mejor cogemos el metro, que en un rato se pondrá a llover. Oriol lo mira sorprendido y levanta la mirada para encontrarse con un cielo que, si bien no es un cielo claro y luminoso, está lejos de ser uno de esos de lluvia a su parecer. Hazme caso, le dice su padre, y el hijo se inquieta por la prisa que tiene y por el invisible contratiempo. Ya sabes cómo se pone esta ciudad cuando caen cuatro gotas, trata de convencerlo Santos con paciencia, pero aún así Oriol echa un vistazo al smartphone para asegurarse: probabilidad de precipitación del 25% en una hora. Para entonces, ya habrán llegado al hospital y no saldrán de allí hasta que Arlet haya nacido y sepan que María está en perfecto estado después del parto. Falta molt perquè plogui, papa, deixa’t estar de prediccions de l’hort que la teva néta et vol al seu costat ben aviat. Santos no suelta su brazo: piensa en la família, siempre con la í encendida, que aprendió a escribir por su madre Candela. Con ella se vino del pueblo a Barcelona para empezar una nueva vida, esa que tan pronto se vio truncada por la guerra y por los bombardeos que recordaba escondido bajo tierra, entre soldados, miedo y hambre. Fue allí, hacinados entre la gente mientras duraban los ataques, donde ella le enseñó el poco catalán que sabía, dibujando con un dedo en el aire esa palabra mágica: Família, Santos, como si llevará una lucecita que nunca se apaga… Oriol, dice Santos, hoy es mi cumpleaños, y tengo derecho a que se me haga caso el día de mi cumpleaños, ¿cierto? Y, ni corto ni perezoso, aunque sí lento y con el cuerpo dolorido por ser un viejo enjuto y feliz, Santos se encamina hacia la parada de Plaça Catalunya, andando por una calle Pelai atestada de gente que viene y va cargando bolsas llenas de comida y cotillón para darle la bienvenida al año nuevo, aunque él secretamente solo desee dársela a su bisnieta, tras el amago de una sonrisa que se le dibuja entre la barba rala y blanca, mojada por la primera gota que le ha empezado a caer por la mejilla.