Libertad

Didac Relat

 


Descendiendo por la escalera mecánica con una lentitud casi performática, como si cada peldaño descendido fuera parte de un rito fúnebre coreografiado, Dolors, octogenaria de toda la vida del barrio El Putxet, y su nieta Berta, de 8 años, se enfundaban en la estación de metro de Vallcarca, encontraron rápidamente descanso en los asientos de plástico azules y blancos. Berta con sus trenzas desiguales, vestía de negro, mantenía las rodillas juntas y golpeteaba su dedo índice izquierdo contra el plástico del asiento. Miraba a su abuela de reojo de manera intermitente. Dolors, en cambio, miraba al frente y apretaba su bolso negro contra su regazo con los dedos nudosos.


—Tienes que llorar, abuela —dijo Berta, con la convicción de quien explica algo elemental, como que el fuego quema o que las hojas caen en otoño. Si no, la gente qué va a pensar?.


Dolors frunció el ceño y un zumbido sordo penetraba su cabeza.


—No es que no quiera llorar, Berta. Es que no me sale.


La niña asintió con gravedad. Acomodó la espalda contra el respaldo de plástico duro y adoptó el tono de una maestra paciente.


—Entonces te voy a enseñar.


El metro se estremeció al tomar una curva cerrada y en la vibración metálica hubo un crujido leve, como de huesos al ajustarse.


—Primero, tienes que recordar algo triste. Algo que te haya dolido mucho.


Dolors hizo el esfuerzo. Escarbó en la memoria con la misma sensación con la que se intenta recordar un sueño difuso al despertar. Pero nada le provocaba esa punzada en el pecho, ese nudo en la garganta que antecede al llanto.


—Nada —dijo, después de un rato.


Berta arrugó la nariz, insatisfecha.


—Vale, entonces el segundo método. Tienes que mirar a alguien que esté llorando. Eso hace que sea más fácil.


Dolors recorrió el vagón con la mirada. Un joven con auriculares tamborileaba los dedos en su muslo. Una mujer de labios apretados escroleaba en su móvil con movimientos ansiosos. Nadie lloraba.


—Aquí no llora nadie, Berta.


—Entonces el último truco —susurró la niña, con el tono de quien revela un secreto milenario.


—Dímelo.


—No pienses en tristeza. Piensa en todo lo contrario. A veces cuando lloro, no es de tristeza, es porque algo me ha hecho reír.


Y en vez de tristeza, Dolors encontró algo que al principio confundió con vértigo. Una especie de sacudida interna, no exactamente emocional sino muscular, casi espinal. Como si el cuerpo supiera algo que la mente aún no admitía del todo. Se vio a sí misma en su piso de la calle Gomis, con su bata beige, en silencio, observando el cuerpo inmóvil, hinchado, con livideces y semidesnudo, en silencio, con esa voz interna que decía “ya está, ya está”.


El metro finalmente se detuvo en la estación Valldaura y las puertas se abrieron con ese susurro neumático de máquina cansada. Dolors cerró los ojos.


—Es aquí, ¡vamos, vamos!


Progresivamente un alivio empezó a recorrer su cuerpo como un suero tibio intravenoso. 


Y entonces algo cedió dentro de ella. Primero una presión en el pecho, luego un cosquilleo en la nariz, después la humedad deslizándose por su mejilla.


—¡Eso! —exclamó Berta, con la euforia de un entrenador deportivo viendo la ejecución de una jugada perfecta.


Dolors cayó entre lágrimas mientras salía de la estación. Un pasajero la miró de reojo, otro hizo el gesto automático de apartar la vista, incómodo ante la vulnerabilidad ajena. Inició el ascenso al tanatorio. Por primera vez en mucho tiempo, lloraba. No por su marido. No por la pérdida.


Lloraba porque, por fin, era libre.


 

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