Estación Lesseps

Ema

El asesino salió de la casa despreocupado, en su rostro se reflejaba la felicidad que sentía. Por fin lo había hecho y pensó: “Me quedaré con el machete, como recuerdo”


 


Había soñado mucho tiempo con aquella revancha.


Hacía tres años que aquel periodista había visitado el museo que él dirigía. Había criticado todo cuanto vio: los cuadros, las esculturas… todo. Decía que eran falsificaciones de souvenir. Luego publicó en los periódicos locales un artículo en el que afirmaba que el museo claramente no era nada bueno. 


El director intentó limpiar su nombre en la prensa, después de muchas cartas sin respuesta (o con respuestas en las que se reían de él). Comenzó a planear el asesinato que le depararía la satisfacción de la venganza.


Lo más gratificante de todo era que aquel periodista no era alguien cualquiera, sino un antiguo enemigo suyo.


No por principios eran enemigos. Cuando ambos estudiaban bachillerato pasó algo que jamás olvidarían: apostaron a una simple partida de póker, que el director debió haber ganado. Pero el periodista guardaba un as en la manga y de manera indigna estafó al director. El dinero que perdió terminó pagando parte de los estudios del futuro periodista.


 


 —¡Jefe! ¡Una llamada de la residencia de los ricos, en la zona alta!


El comisario, alarmado, preguntó qué había pasado. Le dieron una noticia que, le deparó sorpresa y alegría (¡por fín algo que hacer!). El vecino de un periodista había oído un grito de terror y luego un silencio sepulcral.


—Examine las cámaras de seguridad del recinto, y usted, Robert —que engullía una rosquilla y se apresuró a obedecer, rojo como un tomate—. Pregúntele al vecino a qué hora oyó el grito.


—¡Sí, señor!


Diez minutos después volvió con noticias: “Un hombre ajeno a la residencia entró en el edificio a las 14:50 y salió a las 15:03.” “El vecino oyó el grito a las 14:57”. “Las cámaras captaron a un hombre saliendo de la casa: parece el director del museo”.


 


El jefe no paraba de darle vueltas a esas palabras en su mente. Ordenó a los agentes que siguieran a ese hombre costase lo que costase.


—Podéis hacer lo que queráis, no me importa sí os gastáis 3000 euros.


 


Una hora más tarde, la policía había situado a nueve agentes en cada estación de la línea 3 del metro (según las cámaras, había subido a un tren en Palau Reial).


Cuando el asesino se bajó en la parada Lesseps, se llevó el mayor susto de su vida. Nueve policías le estaban esperando en el andén y gritaron al unísono, apuntando con sus respectivas armas:


 — ¡Las manos arriba y no se mueva!


 


El hombre no opuso resistencia y se dejó llevar a comisaría con una cara de tranquilidad que desconcertaba a los policías. Luego, delante del jefe se relajó y se mantuvo firme en su versión de inocencia. El hombre fue tan convincente que hizo que le dejaran libre.


 


 


Ahora, cada día, en la estación de Lesseps, se puede ver a un asesino hablando y riendo a carcajadas con los guardias de seguridad. Disfruta de lo lindo y además se sabe todas las caras de los policías, y los saluda muy educadamente cada vez que los ve. 


Los veteranos son los únicos que conocen la historia del hombre. Les fastidia mucho ver la expresión de satisfacción que expresa.


En verdad, al director del museo no le gusta en absoluto reír de los chistes malos de unos guardias de seguridad medio tontos. Pero tener la verdadera historia grabada en la frente, delante de las narices de la policía, le proporciona una satisfacción que, al fin y al cabo, le vale la pena


 

Categoría de 8 a 12 años. Antoni Balmanya

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