Tócame, baby

Lorenzplatz

Acababa de despertarme y una sensación extraña me invadía. Mis engranajes parecían estar más pesados de lo normal, me costó una barbaridad ponerme en marcha. Una pregunta rondaba mi cabeza desde primera hora de la mañana: ¿Cuánto tiempo he dormido? Me era difícil saberlo con precisión, porque el técnico siempre actuaba a mis espaldas y yo caía rendida al sueño sin previo aviso. Pero hoy tenía la certeza de que había permanecido fuera de juego varias semanas. Incluso meses.


Por lo que veía desde mi ubicación –andén de la línea 5 en Sagrera, frente a las escaleras que ascienden a la calle o te desvían a la línea 1–, nada había cambiado. Así que descarté haber estado desactivada más de la cuenta por obras en la estación. ¿Qué narices había pasado entonces para estar yo tanto tiempo sin funcionar? Lo único extraño que recordaba de ayer –entiéndase por ayer el último día que la electricidad fluía por mis circuitos– era a un desconocido cubriendo mi teclado, mi ranura de las monedas y mi sensor para tarjetas contactless con un film transparente que impedía interactuar conmigo.


Al final decidí dejar de darle vueltas al asunto. Hoy me había levantado sin esos plásticos encima y, pese al adormilamiento de mis músculos de acero, era capaz de funcionar con normalidad. Mi interior refrigerado irradiaba luz con fuerza y el surtido de productos era fresquísimo: chocolatinas, frutos secos, cafés fríos listos para tomar, botellines de zumo, patatas fritas, golosinas y otros manjares del picoteo hipercalórico.


Entrábamos en la hora punta y decenas de personas bajaban a toda prisa las escaleras para no dejar escapar el metro de turno. Ahí fue cuando vi que algo extraño sucedía: los pasajeros llevaban nariz y boca cubiertos por unos pañuelos que se ataban por las orejas. No había visto nada parecido en toda mi vida dispensadora, aunque unas compañeras de oficio instaladas en Plaza Catalunya veían con frecuencia humanos de ojos rasgados que llevaban ese mismo tapabocas siempre consigo. Pero eran casos aislados. Hoy todo el mundo llevaba puestas esas máscaras que solo dejaban ojos y frente al descubierto.


Conforme avanzaba el día mi asombro crecía. Tan solo había vendido una triste chocolatina y dos zumos en toda la mañana, cuando lo habitual era haber despachado unos treinta productos. Además, ya no podía sentir el calor humano que desprenden los dedos al pulsar mis teclas. Todos los que se acercaban a mí lo hacían no solo con boca y nariz tapadas, muchos también llevaban las manos cubiertas por guantes profilácticos.


Pensé que todo esto sería algo temporal, que pronto pasaría. Soñaba con volver a sentir las yemas de los dedos de mis clientes, la dulce caricia que recibía cada vez que alguien introducía unas monedas. Algo de amor que diese alegría a este artefacto de acero entrado en años. Pero los días se sucedieron y las mascarillas, los guantes y el gel hidroalcohólico no desaparecían.


Semanas después, un metro se detuvo cerca de mí y escuché lo que una mujer cantaba al público que se congregaba dentro del vagón. Bésame, bésame mucho. Como si fuera esta noche la última vez. Bésame, bésame mucho. Que tengo miedo a perderte, perderte después. Algo se removió en mi interior, y pronto empecé a tararear. Tócame, tócame mucho. Como si fuera este viaje el último trayecto. Tócame, tócame mucho. Que tengo miedo a perderte, sin darte un café.

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