El extraño

Nube

Ares era de las pocas personas hoy en día que al subirse al metro, simplemente estaba ahí. Entraba, se sentaba si podía, observaba, y al llegar a su destino, bajaba. 


Durante la hora que duraba su trayecto diario, desde las 5 de la mañana con la L10S en Foc hasta Collblanc, cambio a la L5 hasta Sagrera, y de ahí la L9N hasta Singuerlín, no hacía nada más. No miraba su teléfono móvil, no leía, ni escuchaba música, ni aprovechaba para estudiar. Esto le permitía prestar especial atención a su alrededor, y de alguna manera acababa conociendo a las otras personas que compartían parte de su rutina.


Por ejemplo, se había dado cuenta que la pareja de estudiantes que siempre se reunía en Verdaguer y se daban un beso como saludo antes de que la chica entrara en el vagón, se había separado. El chico ahora entraba en Badal con la cabeza baja, suspiraba profundamente cuando el metro pasaba por Verdaguer, y se bajaba él solo en Sant Pau.  


Este hobby le permitió también darse cuenta de que al tomar la L9N, en alguna parte de un vagón dentro de su campo de visión, estaba siempre la misma persona, con diferente aspecto cada vez, pero sin duda la misma. Su ropa no cambiaba: pantalón marrón, camisa blanca con estrellas azules, americana, pajarita azul y deportivas. Esto lo completaba un maletín negro, que sostenía en su regazo. Lo que más le delataba, sin embargo, era la forma tan particular que tenía de sentarse. Siempre en la dirección de la conducción, espalda muy recta, pies juntos, manos entrelazadas, y ojos fijos en el infinito, parpadeando una vez por minuto.


Estos días, la persona tenía aspecto de un chico de piel morena y pelo oscuro, recién cortado. La semana pasada, era un chico de piel pálida, con una larga melena rubia recogida en una discreta coleta. El mes anterior, había sido una chica pelirroja.


Al principio, Ares pensó que debía ser el uniforme de una empresa, pero la probabilidad de que tantos empleados actuaran de forma tan peculiar le parecía imposible. Era la misma persona.


Hoy, como solía hacer, Ares se quedó mirándola casi sin darse cuenta, cuando de repente el chico giró su cabeza y clavó la mirada en Ares. Antes de que ella pudiera disimular, el extraño frunció el ceño, y un destello de luz salió de detrás de su cabeza, expandiéndose por todo el vagón, cegando a Ares.


En esta ceguera blanca, Ares solo podía sentir su cuerpo, sentado en el asiento del metro, el vehículo aún en movimiento. De repente escuchó una voz, pero no venía del exterior, no entraba por sus oídos. Procedía directamente del interior de su cabeza.


La voz dijo algo que Ares no pudo entender, un idioma que sonaba como el suyo pero sin ninguna palabra en común. Y en un momento, como si la voz hubiera captado su confusión, le habló de nuevo.


—¿Eres nueva? —preguntó, con delicadeza. 


Ares quiso abrir la boca y responder, pero no podía recordar cómo hacerlo. Segundos más tarde, la luz desapareció, sus ojos se abrieron y volvió a su cuerpo. Rápidamente buscó al extraño, que ya se encontraba mirándola.


Éste se levantó de su asiento, sin despegar la mirada de Ares, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Paró frente a ella y se inclinó ligeramente, en forma de disculpa.


—Perdóname, me he confundido —susurró. 


Asintió con la cabeza una vez más, giró su cuerpo sobre su eje, y se bajó en Can Zam, como si nada hubiera pasado. Ares no pudo levantarse, ni reaccionar ante la situación de haberse saltado su parada. Solo podía pensar en su trayecto de mañana.


 


 

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