Toda una vida
El autobús llegó a la hora esperada, lleno de sueños y esperanzas. Vi a cada pasajero con su historia y junto a ella, un destino. Sobre el estruendo de una guerra silenciosa, oí una voz que apagó todo eco de egoísmo; un rostro que me ofreció su asiento.
Hasta hace tres años cogía todos los domingos este mismo autobús; el joven me dijo que de eso no hacía nada, pero ambos sabíamos que no era verdad. Le dije que los caminos junto a mi mujer se hacían más cortos. Entonces aún cedíamos el asiento a otros porque uno era la sujeción del otro. Pero ahora que ya no estaba me sentía cojo de corazón.
Le conté que aquel trayecto fue el primero que mi hija vivió. Le retraté con palabras su rostro asombrado, mirando más allá de la ventana. Pero por mucho que describiera, él jamás podrá vislumbrar unos fuegos artificiales tan bellos como los de su sonrisa, sus ojos teñidos por pigmentos de emoción.
Tampoco vería nunca a mi yo más joven. Aún podía sentir cómo mis padres me sujetaban con fuerza, evitando así que cayera. Aún se vislumbraba su frenético andar, el propio de las personas importantes, el andar propio de las personas a las que se ama. Reparé en que hacía toda una vida desde que sentí sus abrazos, quizá realmente se tratara de eso, otro tiempo.
Le expliqué que mis amigos desaparecieron tiempo atrás; me preguntó qué les sucedió; algunos se distanciaron, otros murieron. Lo que no le dije fue que algún día los suyos también partirían.
Le conté que en su día también cedí el asiento, me dijo que ahora le tocaba a él. Su parada llegó, desapareció tras la puerta y con él, su luz. Se fue, como todos hacían, pero un gesto tan sencillo como cederme el asiento hizo que por unos instantes nos reconociéramos como personas que quieren y pierden, que aman y temen. Nos conocimos, por un momento, por el simple hecho de compartir camino, aún sin ser común el destino; igual sucedió con mi mujer y con todos nuestros amigos. Lo conocí como a mis padres y junto a ellos, mi primer billete. Los conocí a todos, sí, y a su vez siento que no conocí realmente a nadie.
En el autobús, siempre en movimiento, permanecen estáticas memorias de un pasado que sigue muy presente. Imperecederos son los recuerdos que en él conserva, desplaza y con ellos crea de nuevos, haciendo de este lugar, una biblioteca viviente con toda la diversidad que hace a la vida, vida.
A quienes quise, a quienes me fueron indiferentes, junto a todos ellos compartí un trayecto, un fragmento del camino. Y cuando muera sé que este autobús seguirá sabiendo un poco a mí, porque aún lo siento muy tuyo, amor, y eso lo hace un poco nuestro.
Nadie pareció percatarse, pero mi parada llegó y me fui como muchos otros hacen, inidentificable entre tantos rostros desconocidos, uno más en la multitud. Vi la silueta de una mujer que me esperaba en el arcén, tras la mujer, la niña de cinco años que en su día fue mi hija. Se oían sus voces, un quédate sordo, roto por el tiempo.