La niebla
Estaba llegando al metro, cuando una densa niebla me envolvió. Aceleré el paso para poder refugiarme de aquel fenómeno tan extraño.
Sentado en el tren, me sentí más relajado, cerré los ojos y me dejé llevar. Habían transcurrido un par de estaciones, cuando empecé a experimentar una sensación rara. Sentía un dolor muy intenso en todas las articulaciones, la cabeza me daba vueltas y tenía náuseas.
Todo a mi alrededor empezó a girar y por primera vez sentí que menguaba. Los asientos del vagón eran mucho más grandes y mis piernas, sin llegar al suelo, se balanceaban, como si tuviera la estatura de un niño.
Bajé del asiento dando un salto y me acurruqué en un rincón. Estaba muy asustado, no sabía qué hacer, veía mi ropa cada vez más grande caer de mi cuerpo al mismo tiempo que seguía menguando sin parar.
Intenté pedir ayuda y un tímido scorro se escapó de mi boca. Pero a pesar de que siempre había gozado de una voz grave, digna de un barítono, de mis cuerdas vocales apenas salió un agudo hilo de voz casi inaudible.
Parecía que nadie, ni me veía, ni tampoco me escuchaba, mientras esa terrible transformación seguía su curso inexorablemente.
Consciente de que el final estaba cercano, pensé en mi familia y aunque nunca me consideré una persona religiosa, me sorprendí a mismo rezando.
Una fuerte sacudida me despertó. Sentado en el vagón estaba llegando a mi destino. Instintivamente, me palpé todo el cuerpo y comprobé que tenía el tamaño de siempre.
No cabía en mí de alegría cuando prometí solemnemente y por si acaso, poner una vela al santo de los milagros y las causas imposibles.