Leche y tostadas
Anna solía desayunar un vaso de leche y unas galletas antes de ir a la escuela. Mientras lo hacía, su padre la regañaba por las inmensas legañas que se le habían acumulado por la noche, y que aún no había limpiado.
Cada mañana empezaba más o menos igual: comía, se cepillaba los dientes, se vestía y su padre la perseguía por toda la casa para poder peinarla. Una vez ambos estaban listos, se disponían a ir hasta el metro cogidos de la mano. Recorrían las casi vacías calles, debido a la hora, de Paseo de Gracia hasta llegar a la profunda boca del metro. Para Anna, aquella era una cavidad mágica, repleta de túneles laberínticos que, siguiendo el patrón correcto, la podían llevar a cualquier lugar, por muy lejos que estuviera. El zoo, la playa o la montaña, nada era imposible para aquel amigable monstruo de metal, que había sido adiestrado por la mejor amazona de toda Barcelona. Aquella valiente mujer, que siempre se colocaba en la cabeza de la criatura, la saludaba eufóricamente cada mañana. Anna le respondía siempre agitándose alegremente, al mismo tiempo que su padre se centraba en que no tropezara al entrar. Una vez dentro, y con la maquinaria en marcha, Anna jugaba a mantener el equilibrio sin necesidad de soportes. Tomaba el traqueteo como un desafío sólo para ella, y se enfadaba cuando el monstruo la vencía y su padre debía rescatarla en el último instante de un buen golpe contra el suelo.
Tras quince minutos, las puertas del metro se abrían, y Anna tenía que bajarse. Lo hacía con pesar, y miraba a la cabina del conductor para despedirse de la mujer, la cual le enviaba un trillón de besos, tan poderosos que eran capaces de atravesar el grueso cristal y llegar hasta ella.
Después de cinco minutos caminando, Anna se tenía que despedir entonces de su padre. Él la levantaba por los aires, mientras se la comía a besos. Ella le abrazaba la cabeza, y proclamaba en voz alta lo mucho que lo quería.
Y así, daba comienzo otro día de colegio. Anna no podía evitar mirar al reloj de forma periódica, deseando que terminara la jornada. A veces pasaba muy rápida, a veces muy lenta. Sin embargo, cuando las campanadas daban las cuatro de la tarde, daba automáticamente un bote en su asiento.
Salía corriendo de la clase, bajando a trompicones los escalones del primer piso. Y en las puertas del colegio, le esperaba su pareja favorita. Su padre la alzaba de nuevo, y la gran amazona recogía su mochila del suelo y la regañaba por no cuidar de sus pertinencias. La pequeña se limitaba a reír, disfrutando de aquellos breves momentos de felicidad.
Ahora, Anna desayuna un café solo con unas tostadas. Mira en el móvil las últimas noticias, y por el rabillo del ojo controla que no se le pase la hora de ir a trabajar. Se cepilla los dientes, se maquilla, se viste y sale corriendo de casa. Baja a toda velocidad las escaleras del metro, y no puede evitar mirar hacia la cabina del conductor. Ve a un chico joven, rubio, que bosteza enérgicamente. Sube al tercer vagón, y se acomoda en un asiento libre. No puede evitar pensar en su madre, la cual había fallecido unos años atrás, y en su padre, que se había ido a vivir al Gironès. Todo en su vida había cambiado, y sentía como le invadía cierta morriña. El metro arrancó, y unas risas rompieron su tren de pensamientos: eran dos niños, que se divertían con el traqueteo mientras su padre los vigilaba. Sonrió con ternura, dándose cuenta de que, en realidad, algunas cosas nunca cambian.