Músico del metro.
El sol aún no despuntaba cuando Carlos subió al tren en su pequeño pueblo. Con su guitarra a cuestas y el eco de su hogar lejano en el corazón, miró una última vez la casa que nunca sería más que un recuerdo. Dejando atrás los campos, la gente de su pueblo, las vacas y el polvo de la tierra, para ir en busca de algo que nunca había tenido en todo el trayecto de su vida desde que era un crío hasta que se ha convertido en un granjero fuerte, adulto y atractivo, aún así con la tristeza acompañada de su mano, fue en busca de una oportunidad.
Cuando llegó a Barcelona, se sintió como un pez fuera del agua. Nadie le prestaba atención, el ruido del tráfico lo ensordecía y la gente parecía tan ajena, tan absorbida en sus propios mundos. Pero ahí estaba él, con su guitarra, en el mismo lugar donde los turistas se amontonaban, donde las voces se multiplicaban y el bullicio nunca cesaba. Decidió que lo intentaría, que no importaba si la ciudad no lo necesitaba, él dejó su verdadera historia atrás, para poder encontrarla a ella.
El metro era su escenario. Al principio tocaba en los rincones más solitarios, casi escondido, como un espectador de su propia vida. Pero, poco a poco, los ecos de su voz comenzaron a llenar los vagones, a filtrarse entre el ruido de los trenes y las conversaciones apresuradas y sin sentido de los viajeros. Nadie sabía quién era, ni de dónde venía, pero algunos cerraban los ojos y dejaban que la melodía les hablara, como un susurro suave entre los gritos de la ciudad, murmullos, voces por aquí, voces por allá, pero la voz que él tenía hacía fluir el amor y el deseo entre todos los oyentes. Y fue en uno de esos días grises cuando ella apareció. Una joven de ojos claros, con una maleta pequeña y una sonrisa tímida. Parecía perdida, pero de alguna manera, la música de Carlos la atrajo. Ella bajó del vagón, cruzó el andén y se quedó allí, observándolo mientras sus dedos danzaban sobre las cuerdas. Había algo en su voz que la tocó profundamente, algo que hizo que su corazón palpitara un poco más rápido.
"¿Tocas todas las mañanas?" le preguntó ella, con un acento extraño, un eco de su tierra lejana. "Sí", respondió Carlos, con una tímida sonrisa. "No tengo mucho, solo esto", dijo, levantando la guitarra. "Siempre me ha acompañado en todos mis días… tristes como felices, ella me hizo creer en mí y por eso estoy el día de hoy aquí. Pero con solo esta guitarra, me basta."
Los días siguientes fueron como un sueño. Ella se convirtió en la musa de sus canciones. Cada nota parecía estar dirigida a ella, como si el destino hubiera decidido que su encuentro no fue casual. A veces hablaban en los descansos entre vagones, pero siempre había una barrera invisible entre ellos, una que Carlos no sabía cómo romper. Ella le contaba historias de su país, de su viaje, de su vida en otro rincón del mundo. Él, por su parte, compartía lo que sabía de la tierra, de las estrellas, de las canciones que había aprendido bajo el sol de su pueblo. A veces se reían juntos, otras veces solo se quedaban en silencio, disfrutando del momento.
La joven lo miró suavemente, y algo en esa mirada hizo que Carlos se sintiera más vivo que nunca. Ella, como él, parecían estar buscando algo. Y por un breve momento, en medio del bullicio del metro, sus mundos se unieron.
FIN.