La chica del otro andén

Ágata Clark

Es curioso el efecto que produce en nosotros la ciudad. El hervidero de prisa constante y rutina inflexible en la que nos movemos de forma ágil y cuyo ajetreo tangible nos arrastra durante el día.


Personas que salen del vagón, nada más abrirse las puertas, y rápidamente esquivan al gentío del andén para llegar hasta las escaleras mecánicas, las suben a pie a toda prisa únicamente para ahorrarse unos segundos de trayecto.  


Tal es la agitación que tenemos, que nadie se percata de la joven chica que deambula por el otro andén con cara de desconcierto. Ahora mismo, mis ojos marrones la están viendo caminar por el andén de enfrente, casi en círculos, esperando a que un alma caritativa la ayude o la guíe. ¿Será una turista perdida? ¿Estará mareada y querrá pedir ayuda?


Sin dudarlo,  recorro todo el andén y subo las escaleras para llegar al otro lado. Pasan metros cada cinco minutos, y es un lujo que me obligo a permitirme; al menos, solo por esta vez. Esquivo a un par de personas hasta llegar a la chica. Le toco el hombro con gentileza. Con suavidad. No pretendo asustarla, pero parece que eso es precisamente lo que consigo. 


Se voltea con asombro e incredulidad y me mira con los ojos inyectados en desconcierto. ¿O tal vez es miedo? De hecho, pensándolo mejor, no es sorpresa ni vulnerabilidad el sentimiento que tiñe su mirada, sino algo peor. Me sonríe con esa mirada que ensombrece su rostro y lanza un escalofrío a lo largo de mi columna. 


-¿Necesitas ayuda?-pregunto con la voz temblorosa.


No pasan ni dos segundos, cuando la chica me responde: 


-Eres la única que puede verme. 


Por eso ahora, cada mañana, en cuanto mis pies tocan el andén de Rocafort, me muevo con la misma prisa con la que todos andan, rezando porque el ajetreo tangible sea lo único que me arrastre durante el día.


 

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