Esa otra red
Le horrorizó ver su rostro en forma de meme circulando en redes sociales, distorsionado con una melena pelirroja adornada con perlas y caracolas y acompañado de un cuerpo de sirena azul eléctrico. Era su boca, eran sus ojos y su media sonrisa. ¿Cómo había ido a parar a ese vertedero digital? Precisamente ella, que sermoneaba a todos sus conocidos cuando publicaban imágenes de su familia, hijos, menores, o de ellos mismos en situaciones íntimas o aparentemente comprometidas.
Después de la sorpresa y el sentimiento de traición, vino la obsesión. Se sentía observada por la calle, en el metro, en el teatro, aunque realmente nadie la estaba reconociendo en el meme. Incluso Miguel, el compañero de oficina que había localizado casual y desafortunadamente el parecido, insistía en que las imágenes que se estaban utilizando no tenían nada que ver con su apariencia sobria y discreta.
Pero ella seguía con una indignación profundamente obtusa. Así que primero perdió a su pareja, a la que había imputado una responsabilidad directa en la publicación de la que nunca tuvo pruebas. Y cuando él desapareció, desvió su acusación a Miguel y al resto de empleados del servicio de compras. La virulencia de esta incriminación tubo como resultado una amonestación desde Recursos Humanos, que acabó con su traslado al departamento de incidencias. Su hermana y su madre fueron las siguientes. A ellas les reprochaba que no hiciesen nada para ayudarle a buscar al “enemigo”. Después de varios días de acusaciones confusas e irritantes, se distanciaron tanto como pudieron y anularon con pretextos espurios toda la agenda familiar de los próximos meses. Sus dos mejores amigan también desertaron, agobiadas por el desenlace monotemático con el que acababan las cenas, las llamadas, los mensajes que compartían con ella.
Apenas se acordaba de comer. Tampoco dormía. Cuando llegaba a casa se dedicada casi exclusivamente a buscar cualquier dato en internet desde donde pudiese estirar del hilo hasta la génesis de la primera y detestable imagen. La única rutina que había logrado mantener de su vida anterior, aquella existencia apacible sin la sombra alargada de una caricatura cruel, era el horario laboral, como una necesidad primaria que la confusa percepción de las últimas semanas no había conseguido desterrar.
Precisamente de camino al trabajo, un 30 de diciembre en el que las pantallas de los andenes anunciaban que en aquella parada de la línea 3 había iniciado su funcionamiento el “Gran Metro” de Barcelona 100 años atrás, sentada como siempre en el primer vagón, exangüe y derrotada, no pudo evitar abandonarse a un copioso llanto. Las lágrimas surcaban sus mejillas hacia el escote, vertiéndose como un pequeño lirio marchito en su pantalón de tergal. Y entonces, el estudiante de diseño gráfico que siempre viajaba frente a ella en dirección a Zona Universitaria se levantó de su asiento y acercándose cuidadosamente con un gesto de genuflexión, le ofreció uno de los kleenex del paquete que llevaba junto a su tableta digital. En ella había diseñado distraídamente las imágenes de su víctima, a partir de un boceto tomado del natural durante las horas acumuladas de recorrido a través de los túneles centenarios. Recibía unas ridículas compensaciones económicas por cada visualización en esas otras redes, menos antiguas que aquellas por las que estaban circulando, pero igual de oscuras y complejas.