Felices los que creen sin haber visto

Gabriela Sousa

En la maleta más grande lleva seis jerseys, cuatro vaqueros, dos pares de zapatos, seis tops y tres abrigos. También un neceser con cremas y sérums que prometen la juventud eterna, juventud a la que ella se aferra sin miramientos. Tiene treinta y cinco años. Ya no es joven. Ella eso lo sabe. Hace rato que el gobierno no le ofrece descuentos en el transporte. Tampoco se lo ofrecen los museos, ni mucho menos el banco. Ella, a pesar que hasta hace dos días era una mujer que tenía que compartir piso con su pareja para poder vivir una vida medianamente independiente, sí, ella que a veces va a casa de sus padres a pedir tuppers y se compra la ropa a plazos, o que cuando sale de copas con sus colegas tiene que mirar la cuenta para ver si no tira de tarjeta de crédito, sí, ella es adulta. En la segunda maleta lleva dos cacerolas, un sartén, un salero, un pimentero, una tostadora, una batidora y un juego de cuchillos de cocina. Se sorprende de lo que le ha entrado en esa maleta tan minúscula. Vivan sus dotes organizativos. Desde pequeña siempre ha tenido esa manía de tener que ordenarlo todo. Su madre, a diferencia del que ahora es ya su ex novio, nunca tuvo ninguna queja. Ella hace la cama desde que tiene seis años, clasifica su ropa por colores, y, hasta hace poco, tenía un zapatero en la entrada de lo que fue su apartamento para que los invitados no metieran porquería en su casa. Sin embargo, eso ya no es así. Que algo verdadero haya sido verdadero hasta hace poco no quiere decir que tenga que continuar siéndolo. Y mientras espera en la estación de Lesseps a que llegue ese metro que la transportará de nuevo a su habitación de soltera, piensa que el tiempo pasa muy rápido y que la vida es una tremenda jodienda. También cree, ahora sí que fervientemente, que el amor no existe, que es una patraña, o si no ¿cómo se explica que su novio de cinco años haya decidido dejarla sin ninguna explicación? Bueno, explicación hubo: “ya no te quiero”, le dijo, sentado en el sofá, con el Call of Duty en pausa en la tele. Ya no te quiero es una explicación suficiente, pero a ella no le basta. Quiere saber qué es lo que pasó entre medio. Quiere saber qué ocurrió entre el “eres el amor de mi vida” y el “ya no siento nada”. Sabe que es muy pronto para ponerse a reflexionar, que la ira y el ego se la llevan por delante a ella y sus neuronas, a su inteligencia emocional, pero aún así se lo pregunta. Qué remedio. Eso es parte de la condición humana: hacerse muchas preguntas idiotas hasta acertar con la correcta, esa que la llevará a la gran revelación. A lo mejor tendría que haberse convertido en poliamorosa. A lo mejor nunca tendría que haberle dicho que en un futuro quería tener hijos. A lo mejor tendría que haberse congelado los óvulos cuando aún estaba a tiempo y haber sido madre soltera. Está cansada. El metro tarda. Busca un lugar donde sentarse, pero todos los asientos están ocupados. Piensa que podría mentir y decir que está embarazada, pero para qué: haría el ridículo. Está más plana que una tabla. Mientras tanto, por el altavoz, una mujer con voz exageradamente cordial anuncia que alguien ha intentado tirarse a las vías. Le sorprende que esa mujer robótica anuncie algo así sin apenas inmutarse. Y no puede con tanto hastío. Entonces, como sacados de un cuento de hadas, aparecen dos jóvenes, los dos cógidos de la mano. Los ve reírse y mirarse a los ojos, como si pudieran adivinarse el futuro. Eso es. Creer sin temor. Siente envidia. Llega el metro.

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