Legado de hierro

Angel Rafael

Aquel día el centro de Barcelona vestía sus mejores galas. Banderas con el escudo de la ciudad y flores multicolores llenaban la ciudad mientras la multitud se agolpaba en la plaza Lesseps, curiosa por descubrir aquella maravilla... ¡El Metropolitano!


Determinado a ver el ingenio, Marc, un niño de apenas seis años, pugnaba por abrirse camino entre todo aquel gentío.


—Señor, señora, por favor, ¿me dejan pasar…?


Cuando por fin logró bajar al andén, lo que vio le dejó sin palabras. Una muchedumbre ruidosa abarrotaba una gran avenida con raíles a los lados. Era tal el estruendo que el eco del lugar lo amplificaba hasta hacerlo ensordecedor.


De repente, un sonido indescriptible interrumpió aquella algarabía y un extraño tren surgió de la oscuridad. El niño, todavía más atónito, vio como las puertas de los vagones se abrían de forma automática, invitando a descubrir su interior. Decidido, subió al más próximo dispuesto a vivir una aventura increíble.


El brillo de la madera de los asientos, relucientes por el reflejo de la lámparas en las paredes, creaba un efecto mágico. En ese instante Marc se creyó en otro mundo, con la sensación de que el ser humano era capaz de realizar cosas asombrosas.


El tren arrancó con un suave movimiento y dejó atrás la estación. Al adentrarse en el túnel, el crío notó como la negrura más absoluta iba invadiendo todo a su alrededor. La velocidad lo aturdía y, de repente, un estallido de luz lo devolvió a la realidad. Al igual que en Lesseps, el andén de la nueva estación estaba atestado de personas deseosas de montar en aquel nuevo invento.


Un señor de enorme bigote y uniforme almidonado hasta el cuello le abordó:


—Buenos días, caballerete: billete, por favor.


—No… No tengo…— respondió el niño avergonzado. Ni se le ocurrió que había que pagar.


—Mmm, ya veo…—dijo el hombre con fingida gravedad– quizás, si nos ayudas, puedas amortizar el viaje…  


Avanzando con dificultad a través de los abarrotados vagones, llegaron a la cabina.


—Guillem, te traigo un futuro empleado del Gran Metropolitano.  


—Pasad, pasad, que vamos a llegar a nuestro destino final, ¡Catalunya!


El pequeño, emocionado, preguntaba el uso de cada palanca, cada botón, cada interruptor.


—¿Te gustaría llevarlo? – Preguntó el conductor al visitante guiñándole el ojo.


—¿Pu… puedo? – Dijo el crío boquiabierto.


—Ven, agarra esta palanca…  


Y antes de que pudiera darse cuenta, Marc estaba conduciendo aquel maravilloso tren, con las piernas temblando de la emoción y el corazón latiendo al ritmo de las traviesas.


 


—¡María, ven! Mira: parece que está llorando.


—¡Anda, anda! Déjame trabajar Paula, que aún debo dar la cena a los de la segunda planta y voy muy retrasada.


—No, en serio María, es la primera vez que le veo algún gesto, siempre inexpresivo, insensible, una esfinge…


—Pero vamos a ver Paula. ¿Qué esperas de alguien tan mayor?, ¡que tiene más de cien años!   


—Pues no sé, algo de vida, de emoción…


Las estridentes voces de las cuidadoras contrastaban con el silencio del anciano. Marc, “el del metro”, tenía en su cara lágrimas apenas perceptibles que resbalaban por sus ajadas mejillas y, mientras el brillo de la pantalla de la televisión se reflejaba en sus ojos vidriosos, ésta seguía emitiendo:


«Hoy hace cien años, el primer tren del Gran Metropolitano de Barcelona salía de la estación de Lesseps en dirección a Plaza Catalunya. Desde aquí queremos invitar a toda la ciudadanía a celebrarlo con nosotros…».


 

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