Muerte en Ferran
Barcelona olía a humedad y a cloaca vieja. La llovizna pegajosa se mezclaba con el humo de mi cigarrillo Celta mientras bajaba la escalera de la estación Ferran. El neón parpadeante iluminaba las baldosas mugrientas y los carteles descoloridos: propaganda del régimen, un anuncio de anís del Mono, un seguro de vida.
Metí la mano en el bolsillo de la gabardina y tanteé el encargo de Ramón Estrada, un ferroviario con manos de obrero y mirada inquieta. Me había buscado en mi despacho de la calle Sepúlveda, estaba pálido como un muerto.
—He visto un cadáver —susurró, como si la confesión pudiera matarlo también.
—La ciudad está llena de ellos.
—No, Grau. No uno cualquiera. Una joven, en Ferran.
—Ferran lleva cerrada desde el 51.
—Por eso no tiene sentido.
Pero tenía más sentido del que él creía. Eulàlia Tarradellas, 25 años. Dependienta en el Estanco Sant Pau. Desaparecida hace tres noches.
El caso estaba en la prensa. Hija de buena familia, estricta educación católica, sin un escándalo en su historial. Salvo los rumores sobre su apellido: ¿pariente de Josep Tarradellas? Sus padres nunca lo desmintieron.
Un tren pasó en la vía contigua. Me adentré en la penumbra, linterna en mano. Los túneles de metro son como las mentiras: oscuros, retorcidos, peligrosos si no sabes por dónde pisas.
El cuerpo ya no estaba, pero Estrada no mentía. Había sangre en los azulejos y una cartera en el suelo. Dentro, el DNI y la foto de una joven rubia. Laia…
Guardé la prueba y apuré el cigarro antes de subir a la superficie. Algo me decía que este caso me iba a llevar por los rincones más oscuros de la ciudad. Y no me equivocaba.
Durante la investigación, todos los caminos llevaban a un edificio en Avenida Gaudí, número 62. Un piso discreto, demasiado discreto. Se decía que allí se reunía gente de “La Obra”.
Por otro lado, un nombre se repetía una y otra vez: Fernando Álvarez. Visitante de Gaudí 62 y Director de la nueva oficina del Banco de España en Plaza Cataluña. Un hombre correcto, bien vestido, con la sonrisa de quien cree tener a Dios y al poder de su lado.
Solicité una entrevista bajo pretexto de una consulta bancaria. Me recibió con cortesía calculada.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Grau?
Encendí un cigarrillo y dejé el mechero sobre su mesa.
—Creo que ya lo sabe.
Sus ojos no se movieron, pero su respiración cambió.
—No entiendo.
Saqué la cartera de Laia, la nota del médico que ponía que estaba embarazada y una foto de los dos en el Tibidabo. Las dejé frente a él.
—Sabías que Laia estaba embarazada, ¿verdad?
El párpado de Fernando tembló. Una gota de sudor resbaló por su sien.
—No sé de qué me habla.
—Usted sí lo sabe. Lo supo la noche en que la citó en Ferran. La Obra no perdona el pecado, y por eso no estaba dispuesto a que lo descubrieran. No con su puesto y su apellido en juego.
Álvarez cerró los ojos. Cuando los abrió, ya no quedaba rastro de su fingida cortesía.
—Fue un accidente —espetó.
—Fue un asesinato —le respondí.
El silencio se alargó mientras fuera, la ciudad seguía su ritmo frenético, indiferente a la verdad y a sus cadáveres.
Fernando cogió las pruebas.
—¿Qué va a hacer con esto?
Di una última calada y aplasté el cigarro en su cenicero de cristal.
—Depende de usted…
Me levanté sin esperar respuesta. En esta ciudad, la justicia es un asunto de sombras. A veces, la luz solo sirve para quemar a quien la enciende.
Salí a la calle. La lluvia seguía cayendo.
Encendí otro cigarrillo y seguí caminando.