24

24

Pasó hace más de veinte años pero menos de treinta, aunque muy poquitos menos. 


Normalmente yo no cogía el autobús. O más bien "él" no me cogía a mi. Aunque viese con mis propios ojos que iba medio vacío, el conductor  siempre pasaba de largo, dejándome con la boca abierta de sorpresa e indignación. Incluso me pasó un par de veces, estando yo sola en ambas ocasiones (no le di importancia a ese detalle) que el vehículo se detuvo ante mis narices y se apearon algunos pasajeros. El conductor me miró. Yo esperé quieta y al final arrancó sin mí. Decidí no intentarlo más y me acostumbré a ir caminando a todos lados. O en metro.


 


Ese día no tenía elección. Había venido mi hermana de visita con su novio y queríamos ir al Parc Güell. La mejor manera de llegar en transporte público era con el 24. Así que me armé de valor, o más bien fue que no me atreví a confesar mi incapacidad, o falta de  mundo en mi haber, para subir a un maldito autobús. 


 


Vayamos por partes. Me compré ropa especialmente para la ocasión. Tenía miedo de que el problema fuera mi aspecto. ¿Qué queréis que os diga? Me puse unos Lewis 501, una camisa blanca y unos zapatos. Sí. Zapatos. Parecía que iba a una entrevista de trabajo. Lo peor fue convencer al novio de mi hermana de que no era la mejor idea llevar calzado deportivo en el Parc Güell. Pensé "por mucho que yo me esfuerce, si mis acompañantes son un lastre, textilmente hablando, o bien no sube nadie de los tres al dichoso autobús o, peor aún será, sólo me dejan entrar a mí”. Sí, ya sé que estaréis pensando que en lugar de estar hablando del TMB cualquiera supondría que me estoy refiriendo a la "Pachá”.


 


Decidí probar suerte en una parada poco concurrida. "A ver si hay demasiada gente esperando y como no entramos todos, no para…” — pensé. Es que en mi cabeza provinciana el aforo máximo permitido de pasajeros (incomprensiblemente escaso en alguno casos) era la única explicación lógica a mi problema. ¡Lo del vestuario era una “gilipollez”! (pido disculpas por mi vocabulario).  


 


Gran de Gràcia con Travessera de Gràcia. Una parada de poste, sin ni tan solo marquesina. Pues estaba abarrotada de gente. Turistas japoneses. Sin guía. 


 


— ¡Uff! — le dije a mi hermana. “Aquí no entramos ni locos”. 


 


Pero la fortuna estuvo de mi parte. Bajó una pareja y los japoneses hicieron el gesto de entrar. El conductor les abrió la puerta y nos dejó subir a todos. Yo le di las gracias efusivamente, casi con lágrimas en los ojos y él me guiñó un ojo y habló:  —No saben que hay que levantar la mano para que paremos y era obvio que querían subir —dijo el chico.


 


Me quedé helada. Si en ese momento me hubiesen pinchado, no me habría salido ni una gota de sangre”. ¡Había que hacer un gesto con la mano! Si es que yo era una paleta de provincias. En mi defensa diré que en mi ciudad natal los autobuses, que entonces sólo circulaban en una dirección, hacían parada en todas las estaciones y abrían las puertas de entrada y de salida aunque nadie hubiera apretado el botón de bajada y aunque no hubiera nadie en la marquesina.


 


Me pasé el trayecto hablando con el conductor. Fue un flechazo, quizás un síndrome postraumático, pero me pasé todo un mes cogiendo esa línea de bus. El 24. Un lunes dejó de venir y no le volví a ver hasta el otro día, de casualidad, por la calle. Me miró y creo que me reconoció. Fue antes del confinamiento, en Francesc Macià. Estos días encerrada en casa he pensado mucho en él. Si gano el premio al mejor relato, igual se fija en mí.

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