Corazón de coco

Tijeras

Las últimas gotas de rocío abandonaban el frío cristal de la ventana del autobús cuando Damián se sentó en el asiento. Su mirada se perdía por la ciudad vacía, estática. Aún veía su velo púrpura en las esquinas de las callejuelas, destacando entre la multitud y alejándose entre las cabezas cuando se bajaba en su parada.


 


No podía recordar la primera vez que la vio, pero hacía tiempo que estaba presente en sus memorias. Cada día cogía el mismo autobús a la hora perfecta para coincidir con ella. Y un día, de la forma más inesperada, ella se sentó enfrente suyo. Entonces alzó la vista, y como si nada, le preguntó: “¿Tienes un pañuelo?” Y sonrió ligeramente.


 


Desde ese día, Damián e Imaan se convirtieron en amigos y cómplices. Lo que no podía recordar era la primera vez que notó esas extrañas mariposas en su estómago al ver su velo púrpura esperando en la parada.


 


Y llegó la pandemia.


 


Las calles de su ciudad se vaciaron y el ritmo frenético de Barcelona cesó. Ahora tenían que sentarse más lejos que de costumbre, pero no les importaba. Imaan traía siempre delicias de coco, propias de su cultura, para poder enseñársela a Damián. Él se derretía con cada mordisco y con cada sonrisa intercambiada.


 


Los meses siguientes fueron los más agridulces de sus vidas. Damián era bombero e Imaan trabajaba en un hospital, así que no podían estar en la seguridad de sus casas. Cada día se enfrentaban a un campo de batalla de final inesperado, que compartían en su trayecto de vuelta en medio de una ciudad dormida. Y mientras todos los ciudadanos descansaban, los dos pasajeros volvían a verse y su compañía curaba las heridas que el mundo les había abierto.


 


Y un día que no parecía distinto a los demás, Imaan bajó del autobús, y su dulce aroma de coco se quedó flotando en el aire, mientras ella se fundía entre los colores de la noche. Ojalá hubiera sabido que sería la última vez que se sentiría arropado por su amable calidez.


 


La mañana siguiente, aún con el sueño pegado a sus párpados, Damián se subió a su pequeño paraíso sobre ruedas y esperó a llegar a su parada favorita. Pero al frenar, miró por la ventana y no observó más que el vacío y las hojas que el viento movía en ese día gris. Y por primera vez, se dio cuenta del valor que tenía aquello que tantas veces había dado por sentado. Y pasaron las semanas.


 


“¿Eres Damián?” dijo una voz familiar mientras se subía al autobús. Se giró desconcertado y vio al conductor con un sobre púrpura entre los dedos. Cada día había más pasajeros y las memorias de su compañera de viajes empezaban a parecer lejanas, como un sueño. Pero ese color, ese perfume entrelazado con las letras de su nombre, despertó todos sus recuerdos. Se sentó en la última fila y sacó la carta. Se quedó sin respiración al notar con las yemas de sus dedos la forma de un pequeño corazón y sentir el olor de coco que embriagaba sus más dulces pesadillas:


 


“Querido Damián,


El tiempo es lento sin tu presencia y pesa sobre mí. Mi corazón de coco echa de menos la complicidad que nos unía. La pandemia atacó la residencia de mi madre, y tuve que hacerme cargo de la situación, por lo que no puedo arriesgar su salud y continuar trabajando. Sé que tú puedes entenderlo. Cuento los días para poder viajar a tu lado. No me había dado cuenta de lo rápido que pueden cambiar las cosas.


Imaan”


 


Una traviesa sonrisa se asomó en sus labios y comprendió que no era más que un contratiempo. Llevaba meses cogiendo el bus lento para estar con ella. Podía esperar un poco más.

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