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Cirugía bajo tierra

Virginiaga

El cuerpo de Roberto se movía al son del traqueteo del vagón, que transitaba por la vía férrea de la línea roja del metro de Barcelona. Sentado en un banco azul, tenía depositadas sobre las rodillas unas manos grandes de dedos largos entrelazados, con restos de grasa de mecánico que ningún cepillo conseguía arrancar. Las yemas de los pulgares ejercían presión una contra otra, como si quisieran medir sus fuerzas después de una larga jornada de trabajo.


           Parada tras parada, y con la constancia del goteo de un grifo mal cerrado, se iba acumulando gente en el interior del vagón. Roberto lo notaba porque tenía clavada la mirada en el suelo, cada vez más oculto debajo de distintos tamaños y modelos de zapatos, que desfilaban frente a sus ojos como muestra de que la vida continuaba sucediendo a su alrededor.


           Cuando el tren llegó a la terminal de Fondo, Roberto se incorporó y se dirigió a unas escaleras, que ascendió sin prisa. Avanzó por un pasillo que cruzaba las vías, y descendió al andén, situado frente al que acababa de abandonar. Había un tren parado, en cuya parte frontal un letrero luminoso señalaba con letras rojas el destino a Hospital de Bellvitge.


           Roberto entró, se sentó y esperó a que un pitido intermitente anunciara el inminente inicio de la marcha. Se acomodó en el asiento, como llevaba haciendo cada tarde, de cada día, de cada semana, desde hacía tres abriles. Los que habían transcurrido desde que su esposa falleciera de repente.


           Al principio de su viudedad, el mecánico no supo a qué dedicar un tiempo libre que no quería, y al que se veía obligado a enfrentarse cuando finalizaba su jornada laboral. Quizá buscando una oscuridad que sentía dentro, decidió sumergirse en la ciudad subterránea.


           Le reconfortaron la falta de aire fresco en vagones, andenes y pasillos, y la presencia de un aroma a una humanidad sudorosa. También, la suciedad que se acumulaba en las vías, alrededor de unos brillantes raíles. Rodeado de personas anónimas que iban y venían, que ni le preguntaban cómo se encontraba ni le juzgaban por no haber levantado todavía cabeza, se sintió a salvo.


           La experiencia le satisfizo tanto, que la convirtió en rutina. Cada día de la semana transitaba una línea distinta, respetando el orden numérico marcado por la red de transportes, de tal modo que al primer día de la semana le correspondía la primera línea y, al último, la séptima. Se subía a un tren y, cuando este finalizaba su recorrido, rehacía sus pasos en dirección contraria. Solo se detenía con el último ferrocarril de la jornada.


           Mientras el tren producía chispas al circular por los raíles, los ojos de Roberto le permitieron asomarse a otras vidas, así como olvidarse un poco de la suya. Se convirtió en espectador de confesiones, discusiones, llantos, rupturas, risas y reconciliaciones. De robos, frustrados y exitosos. De mareos y desmayos. De una rotura de aguas que desencadenó un parto en el andén.


           Si bien Roberto había cargado una mochila pesada, seria e inerte como el carbón, ésta se fue impregnando de la estela que el metro dejaba tras de sí al avanzar por los túneles. El lunes, era roja. El martes, morada. El miércoles, verde. El jueves, amarilla. El viernes, azul. El sábado, lila. El domingo, marrón.


           Viaje tras viaje, cada línea de metro se convirtió en un hilo de sutura que sirvió para unir los trozos en los que, tiempo atrás, Roberto se había roto.