El metro de mis sueños

Darraiter

Contemplo por mi ventana una ciudad que permanece en silencio, sus calles vacías donde ya solo corre el viento, y se me antojan tan extrañas como si de altos muros de piedra se trataran. Veo en las ventanas de los edificios los semblantes grises de cuantos conciudadanos comparten mi visión de esta nueva realidad, entendiendo todos como yo cuán libres éramos hasta que nos vimos obligados a reducir nuestro mundo a las cuatro paredes de nuestras viviendas. Solo cuando el mundo cerró sus puertas, entendimos las ganas que teníamos de explorarlo y de recorrer sus miles de senderos y caminos.


 


Me acuesto y sueño con una alternativa, una manera de explorar el mundo más allá de la ventana, mi cabeza puesta en las nubes sobre la urbe y en los misterios de más allá del horizonte. Sueño cómo, en vez del pijama o el chándal que tanto he llevado estos días, me pongo mis mejores galas y salgo por la puerta de mi casa, solo para presenciar cómo el antes cotidiano rellano de la escalera se ha visto convertido en otra imagen igual de conocida.


 


Sueño con una estación de metro, sus paneles informativos y los mapas de colores tan familiares que ni mirarlos necesito para verlos en mi cabeza. Otras tantas personas como yo, engalanadas con sus mejores atavíos, se encuentran ya bajando por las escaleras en dirección al andén, charlando y riendo entre ellos con la familiaridad de quien se conoce de toda la vida. No tardo en unirme a ellos, con más curiosidad que incertidumbre en mi haber, deseoso de explorar aquella nueva faceta de la realidad.


 


Sueño con un andén como ningún otro he visto jamás. A pesar de haber bajado a él por unas escaleras, el techo parece abrirse a cielo descubierto, salpicada la bóveda nocturna con el brillar de mil estrellas que parecen actuar de focos sobre el singular escenario que era aquel lugar. Los túneles a ambos extremos del andén parecen descomunalmente grandes, como si más que un metro, lo que debiera entrar por ellos fuera un transatlántico, pero no parece que dicho detalle perturbe a nadie más que a mi, ya que todos parecen aguardar tan tranquilamente a que su transporte haga acto de aparición.


 


Sueño con la llegada del esperado metro, tan grande que se me antoja masivo, de cuatro pisos de alto y tan ancho que casi no llego a ver la pared opuesta cuando me subo a él junto a los demás pasajeros. Su interior me recuerda a los grandes salones de los palacios de antaño, iluminado por esplendorosas arañas de vidrio y con suntuosos tapices adornando el suelo y las paredes. Siento el nudo de mi interior aflojarse a medida que entablo conversación con el resto de pasajeros, disfrutando de la compañía después de tantas semanas de aislamiento.


 


Sueño con un viaje de ensueño, inimaginable e impensable, de esos que uno no podría imaginar que fuera posible. Viajamos por entre descomunales nimbos cual divinos panteones, y exploramos las insondables profundidades del mar desconocido. Nos deslizamos por las claras aguas de los vastos océanos donde los gigantes marinos habitan, y recorremos las calles de la ciudad sin que nadie parezca perturbado por nuestra presencia allí, circundando los altos edificios sin tocarlos siquiera.


 


Sueño con un revisor que se me aproxima en medio de la diversión y el jolgorio. Pide ver mi billete, y me percato de que no recuerdo haber soñado con haberlo validado a la entrada del metro.


 


Me despierto sobresaltado en mi cama, y suspiro. Tal vez la próxima vez sueñe con que me traigo la cartera.

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