TÚ Y YO

Aiko Senoo

Pongo la radio y suena nuestra canción; es oírla y recordar tu manera de bailar, esa tan particular que te hacía sentir la mujer más especial del mundo, deslizándote por el abismo de lo prohibido. Me gustaba sentir tus manos apoderándose de mis caderas y esa facilidad innata que tenías para meterme la mano en los bolsillos. Tu desconcertante flequillo era un canto a la insurrección, algo que a mis amigas (y a mí), nos producía una cierta envidia. Tu manera de hablar, como en un susurro, era tremendamente sexi y desde que te lo dije, utilizabas (todavía más), ese fraseo, arrastrando las “eses” que se disparaban en todas direcciones, pero que solo parecían perturbarme a mí.


Tu saber estar, tu educación de niña de casa bien, casi nos daba coraje, especialmente cuando la noche se alargaba y todas las chicas del grupo perdíamos los papeles, cautivas del alcohol y de los efluvios de algún porro de maría. Además no te gustaba pasar desapercibida y te pusimos el apodo de la “rompe-cuellos”.


Chicos y chicas, indistintamente, caían irremediablemente ante tus encantos,


rehenes de esa manera de caminar que parecía ser capaz de detener el mundo.


Desde entonces te busqué en el interior de cada novela, en el verso de una poesía, en la estrofa de una canción, pero no te encontré.


El poder de tu mirada consiguió hechizar hasta los lunares de mi piel y


continua vívido en mí el momento en que te vi partir, en la parte trasera del coche. Tu sonrisa cómplice y tu mano que se movía frenéticamente, aleteando como un pajarillo herido, diciéndome adiós y haciéndome gestos para que te llamase. Ojalá hubiéramos tenido más días, pero no me conformé en pensar que la separación física se iba a convertir en olvido. Tú, de vuelta a Madrid, lejos de nuestra playa barcelonesa, allí donde nuestro amor se forjó y me generó miles de preguntas que no tenían respuesta, escribiendo un inventario de causas que explicasen aquello que era inexplicable.


Cuando te conocí, mi corazón de chica heterosexual se licuó y no fui capaz


de identificar el alud de sentimientos que despertaste en mí. Incredulidad, culpa, nervios, todo un auténtico arsenal de sentimientos extraños que empezaron a desfilar ante mí. Añorando ese primer beso que me diste, vuelvo a sentir tus labios; me parecieron algodón de azúcar tibio y tu lengua era como helado de nueces de macadamia. Tu aliento, en cambio, era fuego que encendió todo mi ser. Cuando me confesaste que no era la primera vez que besabas a una chica, sentí un anticipo de celos que me parecieron encantadoramente ridículos. Dichosamente desaparecieron cuando tus dedos se deshicieron del cierre de mi sujetador y tus caricias me hicieron sentir cosas que nunca antes había sentido. Me provocó mucha ternura el hecho de que mi confesión sobre mi inexperiencia te llevase a coger mis dedos y guiarlos con sabiduría por tus escondites más íntimos. Tus ojos de loba hambrienta vencieron mi pudor y me dejé arrastrar, alimentando nuestra dulce sabia.


Y ahora, mientras viajo en este vagón de metro te veo. Estás en la otra punta,


pero destacas entre el gentío. La última vez que hablamos me dijiste que me querías dar una sorpresa, pero no entraba en mis planes verte tan pronto. Mis piernas apenas me sostienen, pero cuando te giras y me ves, tu sonrisa de triunfo y felicidad detiene el minutero del reloj. Nos abrazamos y besamos, como si no existiera nada ni nadie más, sin importarnos el qué dirán. Y entonces la gente rompe a aplaudir, dando eco a nuestro amor.

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