Sobre las cosas no tan cosas

Bruce

Tome usted, José. Las puertas se abren e instintivamente levanto la vista, esperando algo que ni siquiera me sorprende porque, en realidad, lo raro sería no encontrármelo. Ahí está ella, otra vez. Entra como puede, vestida con una torpeza más que conocida y un encanto que nunca le falta y, sin embargo, casi ni lo tengo en cuenta. Como siempre, ha sabido hacer coincidir el instante en el que el metro entraba con su minuto de solidaridad al que ya me tiene acostumbrada. Observo a José - de quien inevitablemente me he aprendido el nombre - embobado con el periódico que cada día, a las tres de la tarde, recibe con alegría. Y sus ojos, a pesar de haberse acostumbrado a una rutina esperanzadora, brillan como siempre. De hecho, estoy segura de que cada vez que se relajan y se cubren con los párpados para reposar por las noches, piensan en ese momento del día.


 


Si hay algo me entristece en este mundo, es lo rápido que normalizamos los gestos más inusuales. Tenemos la capacidad - me incluyo - de apropiarnos de las cosas más especiales de la vida y tintarlas de ordinarias, quitándoles la magia que las caracterizaba en un principio. El primer día que presencié esa escena no entendí nada. Seamos realistas: encontrarse una mujer de cierta edad regalándole cuatro páginas de papel cubiertas con noticias a un vigilante de metro no es algo que una presencie habitualmente. Recuerdo una secuencia curiosa de imágenes: la cara de sorpresa de él, la sonrisa de satisfacción de ella y el entorno de complicidad que nació, por aquél entonces, seguramente para siempre. Cuando después de eso ella entró en el vagón, se apoderó de mi atención, pisoteando sin miramientos una novela negra que parecía no tener rival en mis pensamientos. Automáticamente empecé a darle vueltas a por qué motivo se había producido esa escena.


¡Miedo a la desinformación de la juventud! Dijo una voz en mi cabeza. ¿Necesidad de deshacerse del ejemplar para liberarse, así, de peso?, se preguntó otra. Versiones similares siguieron a estas dos primeras, pero ninguna acababa de cuadrarme. Había algo en la sonrisa de esa mujer que me decía que su gesto iba mucho más allá de cualquier simpleza imaginable.


 


Los días siguientes, para mi asombro, volvió a ocurrir lo mismo: ella cruzaba el andén de Poble Sec, él la recibía con ilusión y ambos se despedían, tras un breve encuentro, para ella subir al metro y él seguir con su jornada, esta vez periódico en mano. Y algo tan raro, que nunca había presenciado, se convirtió ocasionalmente en mi momento más preciado del trayecto. Supongo que en realidad lo que me gustaba era que, precisamente, nunca antes había sido testigo de algo similar. Pero las semanas pasaron y lo nuevo se pintó de conocido, y poco a poco dejé de sentir un cosquilleo después de superar la parada de plaza España. Empecé a verla, a ella, como alguien con quien compartía vagón cada tarde y listos, y a él directamente dejé de verlo.


 


Suspiro. Ella se acomoda en el asiento que queda frente al mío y se coloca el vestido con las fuerzas de alguien que arrastra muchos años. Decido combatir a mi pasividad y mirarla. Como si estuviera esperándolo, levanta sus arrugados ojos y me observa con ternura. Un instante, tres segundos y algo que ocurre sin yo esperarlo: nace mi nuevo momento favorito de vuelta a casa. 

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