Ananké

Karen B.

Estás parado ahí, de nuevo, como todos los días. El reloj de la estación marca las 9:30, sólo esperas que esta vez no se retrase, un minuto de más podría ser un día adicional sin verlo. Recuerdas el día que te separaste de él, lo recuerdas perfectamente, su cabello mojado, su mochila llena de dibujos y el sudor de sus manos halando desesperadamente. El miedo.


El sonido del metro anuncia el encuentro inminente. Entras justo en la primera puerta del primer vagón, buscas cara por cara, silla por silla, miradas por miradas, la línea roja es muy larga y tienes el tiempo suficiente para revisar y preguntarle a cada persona que se sube si lo ha visto, enseñas su foto, pero la gente está ocupada en otras cosas, uno que otro te da una moneda, no la quieres, no necesitas la moneda, lo necesitas a él. No te ven. No te entienden. Eres invisible. O quizás todos lo somos. No es fácil, pero tienes la esperanza de volverlo a ver.


No sabes cuánto tiempo llevas en ese bucle, para ti son sólo minutos, para las demás décadas. Te saluda el chico de las 19h, te toma de la mano y camina contigo, es muy dulce y no desconfías, él te hace sentir segura. Te acompaña hasta la mesa, te sirve la comida y te mira. Tú lo conoces. No recuerdas su nombre, ni por qué está ahí, pero su mirada tierna te recuerda al niño que tienes en la foto. Tu hijo ¿Será mi hijo? Lo llevo buscando mucho tiempo. No puede ser que por fin lo vuelvas a ver. Desde el otro lado de la mesa está él con mirada curiosa. Te pasa un libro ya desgastado. La primera página.


“ Estás parado ahí, de nuevo, como todos los días…”

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