El día de la verdad

Yate Llamaremos

El pobre trabajador llegó primero a Barcelona. Le habían contratado para una fábrica metalúrgica de construcción de vehículos. Su oficio consistía en ayudar a la fabricación de los nuevos autobuses que circularían por la ciudad en poco tiempo. 


Unos meses después, le tocó el turno a su mujer, quien abandonó el pueblo. Por primera vez en su vida, se sentía ilusionada. Tenía la convicción de que esta vez sí, podrían empezar de nuevo y ser felices.


 


Sin embargo, el viejo fantasma volvió a llamar a la puerta. El pobre trabajador metalúrgico se obsesionó con el “día de la verdad”. El “día de la verdad” marcaría un antes y un después, el fin de su creación, cuando junto con sus compañeros y su mujer, podrían recorrer las largas avenidas de Barcelona montados en aquella bestia que les impedía descansar. 


  


Empezó a vivir de las promesas de futuro. No era feliz en el presente. Las condiciones laborales eran el problema. Y encima viviendo en el peor barrio. Y siempre, para desayunar, para comer al mediodía, para merendar, y para cenar (si es que se podían permitir cenar), un mendrugo de pan. El jornal poca cosa más les permitía. 


 


Hoy, 14 octubre de 1922, es el ansiado “día de la verdad”. El pobre trabajador y su mujer se han preparado para la ocasión, vistiéndose con las mejores prendas que tenían (las que no están andrajosas). Esperan en un rincón de la acera junto a los demás compañeros obreros. Sí, ya llega, lo ven de lejos. La mujer se emociona. Su marido no le había contado que era rojo, su color preferido, y además con dos plantas. Era sorpresa. El autobús pasa frente a ellos, en la calle Rosellón, y se detiene un instante. Sus motores roncan. Qué ilusión. Comprueban que los pasajeros van bien vestidos. Sonrientes, tienen cara de no pasar hambre. Ocupando cuatro asientos, el pobre trabajador ha reconocido a la familia del patrono. Su mujer, tan inocente, con la niña en brazos, inicia la marcha para subirse, pero, de pronto, el vehículo retoma el paso y se aleja por la calle Rosellón. ¿Era todo una mentira? ¿Dónde han ido a parar las promesas?


El pobre trabajador y sus compañeros no tienen tiempo para lágrimas. Comprenden que, sin lucha, ni en cien años llegará el “día de la verdad”, cuando, por fin, el mundo reconozca sus nombres ocultos, su esfuerzo titánico dentro de una fábrica que nadie conoce para hacer posible que la ciudad funcione. El “día de la verdad”, ese momento en el que finalmente, tras tantos sacrificios, puedan subir ellos y sus descendientes a un autobús.


 


 

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