Vidas cruzadas

palabras apropiadas

Como cada viernes por la tarde, solía sentarme en los asientos del final de la línea de bus H10, aquellos desde los que, todos y cada uno de los rostros resultan perceptibles. Lo atractivo de encontrarse en la cumbre es que nadie parece verte, mientras tus ojos actúan como halcones con cada movimiento. A ti, sin embargo, el no pasar desapercibido es algo que jamás te quitó el sueño. A pesar de la mirada perdida, siempre te mostrabas firme y seguro con cada paso que dabas al frente. El ruido, el desorden y el ajetreo no te alejaban de tu más profundo anhelo de sentarte junto a un paisaje que se descompone tras el sonido del motor dispuesto a iniciar su marcha. Con la mirada fija en el horizonte, tus preocupaciones se disipaban entre suspiros que anhelaban un deseo muy lejos de ser realidad y, junto a ellas, mis miedos desistían por persistir en una realidad muy lejos de ser anhelada. A veces pienso que fueron nuestras desemejanzas las que nos llevaron a coincidir en el momento perfecto, en la vida equivocada. Estuvimos varios meses conociéndonos. Fue como revivir una infancia que hacía cuatro vidas que había olvidado; y otras tres que llevaba deseando recordar. Tenías la habilidad de hacer que cada segundo contara. Como quien sabe que una hora tiene sesenta minutos y tan sólo dispone de cuarenta y cinco y el sudor de la frente para empezar y acabar una entrega. Pero contigo no había sudor en la frente, sólo ganas de vivir y de sentirse viva. Recuerdo las noches de cada sábado: a veces frías con conversaciones cálidas; a veces con la luna llena y la copa vacía; a veces con versos y comiéndonos a besos. Siempre decías que la mayor declaración de amor es la que no se hace, honorando a la agudeza reflexiva de Platón. Te encantaba recitar citas de grandes filósofos como si te hubieras colado en una película ambientada en la antigua Grecia, en la época de Tales de Mileto, cuando tuvieron lugar los inicios de la filosofía. Te sentías una persona culta y respetada por tener afán por aprender y, ello, te llenaba de una satisfacción que nada más conseguía superar ni igualar. Con el paso del tiempo los meses se convirtieron en años y los años en misterios que entrañaban grandes sorpresas. Una mañana temprano me dijiste que al caer el atardecer iba a recibir una llamada que nos iba a cambiar la vida. En aquel momento, innumerables preguntas recorrieron mi memoria sin rumbo que tomar, ni dirección que seguir. Pero no dije nada. Decidí que la intriga tomara el protagonismo de una realidad que no conseguía acertar. Pasaron las horas y, como cada viernes por la tarde, me subí a la línea de bus H10. Recorrí el pasillo de norte a sur y me senté al final del todo. A dos minutos de escuchar el ruido del motor ponerse en marcha, sonó el teléfono. Desde el otro lado de la línea apenas conseguí oír poco más que una voz afligida invadida por un penetrante silencio. Mis sentidos se paralizaron. El cuerpo me temblaba. Y de mis ojos se desprendieron incesantes lágrimas. Los ojos que actuaban como halcones pasaron a ser los del prójimo y, nunca más conseguí ser invisible en una cima que se había convertido en un abismo para mí. Te habías ido de la forma más injusta posible, sin despedirte y, desde entonces, nada podía volver a ser lo mismo.

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