Miradas cruzadas
Ella le mira de reojo. Él no se da cuenta de esto, porque su atención está dedicada a su IPhone. Está sentado, ocupando un asiento y medio, con su maleta a un lado. Es un chico grande, quizá de metro noventa. Ella no puede evitar sentirse pequeña en comparación. Su metro cincuenta y cinco hace que todos le parezcan gigantes, pero lo que le falta en altura le sobra en carácter. A pesar de todo, en momentos como éste no puede evitar que le tiemblen las piernas. Se pregunta de dónde será él. “¿Inglés? ¿Alemán? ¿Escandinavo?”
El vagón da una pequeña sacudida que la obliga a salir de sus pensamientos. Una familia de turistas no puede evitar perder ligeramente el equilibrio, aplastándola contra las puertas de su espalda. “So sorry”, le dice el padre de familia, una mole de dos metros y unos doscientos quilos. Ella sonríe y baja la mirada. Cuando la levanta, ve que el chico la está mirando fijamente. Él nota que le ha cazado y se sonroja. Devuelve sus ojos al teléfono y se coloca los auriculares, intentando fingir distracción. Pero ella sabe que ha captado su atención. De reojo, ve que el chico le mira las piernas, enfundadas en medias rojas bajo una falda que apenas le llega a las rodillas y un largo abrigo negro de piel. No es el único que las mira. Sabe que la gran mayoría de hombres del tren se fijan en esa hermosa vista. Será pequeña, pero es muy atractiva.
La voz de megafonía anuncia la siguiente parada. Sants Estació. El chico levanta la mirada. Se guarda el Iphone en el bolsillo y los auriculares en otro. Se pasa la mano por el cabello, ligeramente húmedo, y restriega las manos por los ojos, quedando momentáneamente enrojecidos. Se pone en pie, da un pequeño saltito para colocarse la mochila a la espalda y, maleta en mano, se coloca frente a la puerta de salida, esperando la llegada a la estación.
Ella se mueve lentamente, suspirando, hasta llegar a escasos centímetros de donde está él. Aspira el aire. El olor de su colonia la embriaga. No puede evitar esbozar una sonrisa. Aunque está detrás de él, cruzan sus miradas por el reflejo del cristal. Ambos desvían sus ojos rápidamente hacia otro lado con timidez.
Se hace la luz. La estación aparece ante ellos. El tren frena casi de golpe al final, empujándola hacia él, apoyando su cabeza contra su recio hombro. Ella se retira lentamente. Él la mira. Se sonríen. La apertura de las puertas rompe el hechizo. Él se desvía a la derecha, ella hacia la izquierda.
La chica se aleja con una gran sonrisa, sin mirar hacia atrás. Mientras sube las escaleras mecánicas, echa un vistazo a la cartera que acaba de robar. Tarjetas, más tarjetas, documentación... Y ochenta euros en efectivo que se mete rápidamente en el bolsillo.
Disimuladamente, tira la cartera en una papelera y ya piensa en qué empleará el dinero. Sabe que se dará un capricho y que se comprará esa chaqueta de cuero roja que tiene vista desde el mes pasado.
Mientras sale a la calle, piensa en el chico al que ha robado. "¿Era inglés? ¿O francés?". La incógnita le ocupa al menos dos minutos más. Tiempo suficiente para detectar otra fuente de ingresos. Todavía son las cuatro y media.
La tarde es joven.