El parque de los tomates

delfos

He plantado dos mil trescientas semillas de tomate en los parterres del parque. Los runners miran de soslayo y con desdén esas pequeñas flores que amarillean los bordes de su parque de correr.


Yo cada día, después de la oficina, me acerco a ver esos  pequeños milagros que crecen a pesar de las dificultades y los orines de perro. Pero son semillas fuertes, acostumbradas a las inclemencias y yo mi llevo en mi adn la paciencia de generaciones de agricultores, y las cuido, las mimo, me enorgullezco de las plantas que brotan cerca de los adoquines.


Mayo. El parque huele. Cierro los ojos y siento que soy yo la que he florecido con ellos, que son mis manos las que huelen. El olor es verde y acre.


Las plantas han crecido a la altura de mi cintura, se han emparrado por los columpios, por las patas de los bancos, las papeleras... las flores han dado paso ya un fruto menudo, redondo y verde. La gente curiosea, huele y tocan sin atreverse a arrancarlos. En junio los tomates ya son tomates identificables, rojos, hermosos, tomates que huelen a tomate, a huerta, a niñez, a rodillas raspadas, a árboles por trepar, a cabañas por construir, a mantel de flores.


El ayuntamiento ha decidido hacer una parada turística en este vergel improvisado, en este pueblo plantado en la ciudad, y desde este verano todos los autobuses turísticos traen a centenares de extranjeros que se fotografían en lo que han denominado el "parque de los tomates".


No todo está perdido, pienso mientras vuelvo a casa en autobús.


 


 

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