Estatuas vivientes

Mika

La víspera de Navidad tomé el autobús en compañía de mi hijo para ir hasta el barrio Gótico a visitar los tenderetes instalados frente a la catedral. En la plataforma del vehículo viajaba un hombretón con una maleta de gran tamaño, de la cual extrajo una especie de neceser, y de éste un espejo de mano y una crema de color rojo con la que empezó a embadurnarse el rostro. David no le quitaba el ojo de encima y el otro, al darse cuenta, le hizo un guiño simpático.


 


Nos bajamos en la parada de la Rambla de les Flors precedidos por el tipo de la maleta, a quien no tardamos en perder de vista. Al fondo se veía el mar en calma, con ese brillo que solo exhibe en invierno. Todavía era temprano y se podía transitar sin agobios, así que decidimos pasear un rato por los alrededores. A ambos lados de la calzada comenzaban a instalarse, respetando cierta distancia entre sí, algunos hombres y mujeres que llegaban con una mochila, un carrito o una maleta, se vestían y maquillaban allí mismo y cuando estaban ya caracterizados se subían a un pedestal precario y adoptaban una determinada posición, por lo general bastante incómoda. A continuación fijaban la vista en un punto indefinido y permanecían inmóviles hasta que alguien les echaba una moneda, instante que aprovechaban para cambiar de pose.


 


David los observaba a todos ellos con una mezcla de curiosidad y prevención. A la altura del Museo de Cera comenzó a tirar de mí, hasta que nos situamos en presencia de un gigantesco diablo con la piel de color escarlata. David me pidió una moneda de un euro, que dejó caer con suavidad a los pies del personaje. Sin mirarlo, este se inclinó sobre él, alargó uno de sus brazos y le entregó una pequeña cruz de latón, que mi hijo recibió con entusiasmo.


 


Seguimos caminando en dirección al mar. De pronto, David advirtió que había extraviado la crucecita, quizás a través de un orificio que había descubierto en el bolsillo de su pantalón. Rompió a llorar, suplicando que volviéramos sobre nuestros pasos. Así lo hicimos a toda prisa, pero nuestra búsqueda fue en vano.


 


Al llegar al lugar donde estaba el pedestal, sobre este no había diablo alguno, sino una monja de aspecto angelical cubierta con un tocado de enormes alas almidonadas. Al igual que el diablo, exhibía una considerable envergadura y obsequiaba a los paseantes generosos con una figurita metálica con forma de tridente. En cuanto vio a David sollozando, bajó del cajón y le susurró algo al oído. Él asintió con la cabeza. Entonces extrajo de debajo de la túnica una diminuta cruz de latón que, con una sonrisa y un guiño que me resultaron familiares, depositó delicadamente sobre su mano.

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