La jornada de la yaya

Jess

Amanece el barrio de la Trinidad y Ángeles se levanta sin despertador. Hace tantos años que es la misma rutina que no necesita oír el molesto ruido. Despertar y levantarse son dos cosas muy distintas, ya no tiene el cuerpo de antes, lo años pesan pero lo que la edad no destruye es su fuerza de voluntad, así que se da un margen de 15min. Baja los pies al suelo, tan frio que está húmedo. Olvidó comprar butano. Tarda una hora en arreglarse y salir.


Los vecinos la saludan al pasar, más que un barrio es un pueblo, allí todos llegaron al mismo tiempo y aun puedes enterarte de los chismes en la cola de la panadería o en la droguería, donde Alejo aun regala trucos de limpieza a quien quiera escuchar. Todo el mundo se conoce por el nombre, sabes que, puedes subir a pedirle sal a Dolores la del quinto y que esos gritos que oyes por la ventana es Luis que no quiere ir al centro de educación especial. Que el señor Miralles, el de la farmacia, si no puedes ir él mismo te llevará tu medicación cuando cierre. Esos lazos que hacen que el barrio sea lugar su seguro. Siempre es el mismo trayecto. La parda del bus la tiene delante mismo de su portería. Tiene el horario aprendido y siempre coge el mismo autobús y al mismo conductor. Eusebio la ve y ya sonríe, ya viene esa viejita. La que cada día como si fuera de contrabando le desliza un caramelo de miel por la repisa de la puerta del conductor. La conoce bien, hace años que la lleva, siempre la misma hora siempre el mismo recorrido. Y como es costumbre le da los buenos día y algún piropo que la mujer se lo toma muy enserio y siempre le contesta que es viuda y mujer de un solo hombre. Es sevillana y separece tanto a tu madre que hace que le tenga un aprecio especial. Solo son 15 min hasta que lleguen a paseo Valldaura, donde bajará para hacer transbordo. Como siempre al bajar ella se despide con un “Hasta mañana, Papi”.


La señora Ángeles sabe que en esa misma parada pasará su siguiente autobús. Le cuesta acordarse de los nuevos números, hace poco han cambiado las líneas. Su nieta le hizo una chuleta donde le había escrito con unos números gigantes que el 76 ahora era el H2(el del Papi) y el siguiente el 73 había pasado a ser el H4. No debe quedar mucho, cada mañana es lo mismo y nunca ha pasado allí más de 10 minutos. En breve llega el bus y ya está sentada de camino al bar de su hija, allí le espera una jornada de trabajo, risas, “mandaos”, en resumen, cosas de la vida. Este segundo trayecto es más largo, unos cuarenta minutos que ella va controlando a través del reloj de su marido, que lleva con cariño y nostalgia. Le queda grande, pero eso no importa, es una ancla a ese pasado, a esos setenta años juntos. 


Ya está llegando al fin de la excursión matutina. Se baja, cruza la calle y ya está en ese local tan peculiar. Un lugar donde según a qué hora entres bien podrías decir que es la biblioteca de la universidad, situada a dos calles, el comedor comunitario de alguna oficina cercana o la sala de descanso de los conductores de TMB. Allí se mezclan diferentes edades, profesiones, objetivos, pero todos con el mismo cariz, allí se respiran familia, colegueo y armonía. Donde todo el mundo sabe quién es la yaya. Y eso es lo que le da sentido a esa anciana de ochenta y cuatro años, camino de los ochenta y cinco, para despertarse antes de que suene el despertador y concederse quince minutos de tregua para empezar el día

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