Hasta el final
Tiene las manos frías, pero lo que más le molesta es el dolor en los brazos, un dolor que le recorre los nervios desde las puntas de los dedos hasta el corazón. Mientras sale de su casa, se repite que no pasará nada si no lo consigue. Ha pasado los momentos más felices de su vida en ese parque, pero desde la muerte de su abuelo no ha podido volver. En realidad, muchas cosas le cuestan desde entonces: comer migas, beber su vino preferido, pasear los domingos y, en definitiva, hacer cualquier cosa que antes hiciera con él. Su empeño por volver allí cuenta ya con varios intentos fallidos y puede ser que, tras llegar a la puerta, la tristeza le inunde y le lleve a deshacer sus pasos una vez más. Sin embargo, hoy algo es diferente. Hoy ha soñado con él y, en sueños, le prometió que volvería.
Apenas sube al autobús en La Catalana, Ismael repasa una y otra vez los pasos que recorrerá en unos minutos. Mientras se encuentra aún absorto en este empeño, percibe el sutil aroma del hombre que se encuentra a su lado: un olor familiar. Agitados súbitamente por este encuentro, sus pensamientos comienzan a viajar a épocas lejanas y los recuerdos, tan apartados en el tiempo que se dibujan a través de pinceladas, comienzan a ir y a venir, a posarse y a remontar el vuelo, acabando en el preciso momento en que consiguió montar en bicicleta por primera vez. Ese día, las copas de los árboles se agitaban suavemente y aún sentía perdurar un ligero escozor por un raspón en la rodilla. Su abuelo, con aire despreocupado, le explicaba algo relacionado con la importancia de la vista al frente. Ismael estaba nervioso y expectante, pero sobre todo sentía un incontrolable anhelo de no decepcionarle. Entonces, sin tener la certeza de que esta vez sería diferente, esas manos agrietadas por el tiempo lo empujaron una última vez, acompañadas por un trote fatigado pero empeñado y manteniéndolo en equilibrio durante unos metros antes de soltarlo. Ismael sintió en ese momento la angustiosa levedad de quien se enfrenta solo a su destino y su corazón comenzó a latir fuerte, tan fuerte que enmascaró su miedo. Su abuelo, que le miraba pedalear y sonreía, le gritó desde la distancia: ¡mira hacia adelante y sigue hasta el final! Ismael niño continuó entonces con más fuerza, apretando las manos contra el manillar y la lengua contra el paladar. Parece que Ismael puede sentir de nuevo la sangre recorriendo vigorosa su cuerpo y su corazón saliéndose del pecho cuando, de manera abrupta, algo le saca de su recuerdo. Le he dicho que me está tapando la salida. Ismael parpadea dos veces y mira a su alrededor, encontrándose de vuelta en el autobús y bajo la mirada atenta del señor a su derecha. Disculpe, no le había oído, y sin mediar palabra, se aparta para dejar espacio al hombre que ahora baja del autobús. Mira por la ventana y reconoce el enrejado de La Ciutadella. Su parada es la siguiente.
Con paso tranquilo, camina la distancia que le separa de la entrada del parque. Le siguen doliendo los brazos, pero los restos del recién rescatado recuerdo aún le hacen sonreír, una sonrisa pequeña por fuera, pero inmensa por dentro. Al cabo de unos pasos la ve al fondo, cerca de la puerta, en el mismo sitio donde la dejó por última vez. Aún brilla y sus ruedas conservan su turgencia, como esperando estar a la altura del reencuentro. Hoy, como ayer, las copas de los árboles se agitan suavemente. Ahora sabe que es el momento de pedalear solo, esta vez sí, hasta el final.