El hombre del teleférico
Querido Emilio,
Si estás leyendo esta carta es porque he decidido irme un tiempo a Nueva York. Llevo días pensando en cómo me ha cambiado la vida en estos últimos dos años.
Todo esto; esta casa, el enorme jardín, la cantidad de dinero que tengo y sobretodo tú, precioso mío, no sé si sois fruto de mi talento, de la buena suerte o de una conversación con un misterioso hombre.
Nunca he sido capaz de hablarte de él pero ahora, tras encontrar esta moneda de bronce entre tus cosas, ha llegado el momento de que te lo explique. Tengo la sensación de que me pasó algo muy extraño y me ha hecho pensar en quién eres realmente.
Todo empezó hace casi dos años, en el verano de 2021. Entonces vivía en el Paralelo, ya sabes, en la plaza del Molino. Compartía piso con Abdón, éramos pobres como dos ratas peladas, así que disimulábamos nuestra falta de dinero con un falso modo de vida antisistema. Ya sabes, piso ocupado, luz pinchada… Yo tocaba mi teclado por la calle, en la parada de metro y en cualquier lugar donde los turistas pudieran darme algo de dinero, ya que a mis escritos, mi verdadera pasión, nadie les hacía ni caso.
La primera vez que vi a ese hombre fue durante una de esas actuaciones en el metro. Me llamó la atención su atuendo típico de los años veinte. Llevaba un impoluto traje color beige y una corbata negra a conjunto con un sombrero tipo canotier. Se quedó mirándome fijamente a los ojos y sin mediar palabra, ni quitarme su profunda mirada de encima, me dejó una moneda enorme de bronce y un pequeño papel doblado en la gorra que tenía a mis pies.
La verdad es que me quede muy intrigado, así que cuando acabé la canción lo primero que hice fue leer el mensaje:
Federico, me gustaría hablar con usted. Dentro de tres días, a las cinco de la tarde coja el funicular hasta Parc Montjuïc, déle esta moneda al taquillero del teleférico y no se suba hasta la cuarta cabina. Allí le esperaré.
Algo me atrajo hacia él y decidí que iría a su encuentro. Hice todo lo que me pidió y al subir a la cuarta cabina, ahí estaba él. Iba vestido exactamente igual que hacía tres días, pero esta vez me fijé más en su cara. Era guapísimo, de profundos ojos negros, piel muy blanca y un fino bigote. Tras ponerme en frente de él, suspendidos sobre el cielo de Barcelona, me volvió a mirar fijamente a los ojos y me dijo únicamente cuatro frases en todo el trayecto hasta el Castillo de Montjüic: “Tocas muy bien, me recuerdas a alguien que conocí, pero tus letras son aún mejores. Puedo hacer que tu vida cambie. Escribe una obra de teatro sobre el amor rural en los años veinte y envíala al Institut del Teatre, del resto me encargo yo. Sólo dime sí o no”.
Lo que vino después ya lo conoces. La escribí, la estrenaron y hasta ahora; cientos de representaciones, poemarios, libros, éxito, conocerte a ti y todo lo demás.
Mi amor, fue tan extraño… La historia me vino a la mente al día siguiente de hablar con él y pareció salirme sola, la trama, los diálogos… Tengo miedo. ¿Por qué su mirada me recuerda a la tuya?
Al encontrar esta moneda, la misma que me dio aquel extraño que cambió mi vida, me he dado cuenta de que realmente tú y el hombre del teleférico sois la misma persona.
Él era un Emilio de mil novecientos veinte, alguien que conoció a mi yo del pasado y vino a verme para que cumpliera mi destino. No creo en la reencarnación, pero ahora sé quién soy. Así que para cumplir con mi destino, me tengo que separar de ti e irme a Nueva York.
Eternamente tuyo,
Fede G. Lorcán