El resbalón

Mika

Llovía a cántaros. La joven apareció por la esquina corriendo. Empujaba con su mano derecha el cochecito mientras con la izquierda sostenía el paraguas, de manera que el niño no se mojase. La estación de Maragall estaba en obras para instalar en ella un ascensor. Al dirigirse hacia las escaleras mecánicas, observó contrariada que las estaban reparando. Asumió que no le quedaría más remedio que bajar por la escalera normal. En aquel instante, ésta se asemejaba a una cascada por la gran cantidad de agua que se precipitaba desde la acera.


 Confiaba en que alguien se ofrecería a ayudarla, pero las pocas personas que a aquella hora temprana entraban o salían por aquella boca parecían llevar mucha prisa. Con gran tiento decidió aventurarse con el primero de los peldaños, luego con el segundo y así sucesivamente, sin abandonar el paraguas. Completó así los veintisiete de aquel primer tramo expuesto a la intemperie. Una vez lo hubo logrado suspiró aliviada, más todavía al comprobar que el bebé seguía durmiendo tan tranquilo.


 Pasó con el cochecito a través de la puerta especial, más ancha que las otras, de la zona de máquinas canceladoras. Avanzó unos pasos, plegó el paraguas y se dispuso a salvar el segundo tramo de escaleras, que conducían directamente al andén. Era el doble de largo que el primero y hacia la mitad tenía un descansillo. En este había un hombre sentado con la espalda apoyada en la pared. Iba vestido con harapos y mantenía un brazo extendido con la palma de la mano hacia arriba. 


 Cuando se disponía a acometer los escalones de ese tramo, se le encogió el corazón. En una extraña asociación de ideas, de súbito había acudido a su memoria la célebre escena de las escaleras de la película “El acorazado Potemkin”, que años más tarde inspiraría aquella no menos emocionante que en “Los intocables de Elliot Ness” tenía lugar precisamente en una estación de ferrocarril.


 Intentando apartar de su mente esos pensamientos, avanzó un paso y las ruedas delanteras del cochecito salvaron el primer escalón. Al entrar en contacto con el segundo, de pronto resbaló y perdió el equilibrio, cayendo al suelo. El cochecito emprendió él solo el descenso, dando pequeños saltos. Ella, incapaz siquiera de gritar, asistía impotente a la tragedia que se avecinaba.


 El pordiosero levantó la cabeza sin dar crédito a lo que veía. Tambaleándose, se incorporó como pudo y llegó aún a tiempo para interponerse en la trayectoria del cochecito, que bajaba lanzado ya a toda velocidad. El choque fue brutal. Él quedó tendido en el suelo entre lamentos mientras su nariz y su boca sangraban profusamente. Varios segundos después, cuando ella alcanzó sofocada el rellano, descubrió asombrada que el bebé se estaba riendo con ganas.


 

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