13.06.19

La veïna

Ahí estaba él, sentado con la felicidad grabada en la cara, una felicidad genuina. Sus ansias le hacían mirar su reloj de muñeca más seguido de lo que se recolocaba aquella corbata azul oscuro como las profundidades del mar. Su camisa blanca, no muy bien planchada, por cierto, junto a aquellos zapatos marrones de cordones con costura inglesa me transmitía cierto intento de ir elegante. Me era imposible saber la marca o el modelo del reloj, parecía caro, pero debido al movimiento continuo, seguramente provocado por los nervios, sólo me permitió percibir el color plateado que relucía por las luces del propio vagón. Cuando llegué él ya estaba allí, sentado en esos asientos de plástico azul y blanco; me senté delante suyo, el vagón iba relativamente vacío y yo perdido en mis pensamientos. Tardé un poco en darme cuenta de su presencia y precisamente fue cuando percibí esos movimientos erráticos pero repetitivos. Su pantalón marrón oscuro, seguramente un par de tallas más grande, se balanceaba al ritmo marcado por el taconeo de su pie derecho. Sí, sé lo que estás pensando, aquella corbata no combinaba con el resto de la vestimenta; pensé lo mismo. Seguramente él también. A su lado se podía permitir dejar una especie de paquete. Hacía ya unas cuantas paradas que no subía nadie a nuestro vagón, así que me pareció correcto. A la caja no le presté mucha atención, no era muy grande y no parecía muy pesada; estaba bastante bien envuelta en un papel que sí que combinaba con su corbata. Nuestro viaje conjunto acabó en cuanto se levantó de su asiento y salió por la puerta. Sagrada Familia, interesante, me parece un buen sitio. Se dejó la caja, no me dio mucho tiempo a pensar en ello. Ahí estaba ella, asfixiada por bajar las escaleras. Percibí cierto alivio en el largo suspiro que soltó, el cual me alertó de su presencia. Nos separaban dos asientos, bastante acertado. Aunque en el metro hubiera sitios de sobras para ni siquiera entrar en mi campo de visión, aquel asiento era el más cercano a las escaleras. Para una señora de su edad me pareció lógico. Tenía la cara colorada, me recordaba a mi abuela. Su pelo ondulado y corto estaba despeinado; junto al color rojizo anaranjado daban la impresión de tener una pequeña hoguera en su cabeza. No me gustaban sus pendientes, eran bastante grandes y ese tono no le quedaba bien. He de admitir que su jersey marrón claro de punto, con una camisa debajo y aquellos pantalones claros le quedaban muy bien. Un leve destello dorado en su nuca me indicó que llevaba una fina cadena escondida. Me imagino que tendría una pequeña virgen dorada colgada. Mi abuela también tenía una. Su descanso fue corto, bajó en la siguiente parada. Solo pude pensar si para salir usaría el ascensor o optaría otra vez por utilizar las escaleras. Otra vez me perdí en mis pensamientos. Ahí estaba ella, Horta, no le pegaba. A la chica que llevaba al lado sí, su amiga supuse. No parecían muy cercanas como para ser pareja, pero sí que observé cierta atracción de su amiga hacia ella. Se sentaron en mi diagonal derecha, curioso. Ella parecía fría y calculadora, no nos llevaríamos bien. Tenía el pelo corto y azabache. Su mirada era triste y de color oliva, me gustan mucho los ojos así. Su maquillaje era disimulado y su vestimenta bien combinada. No es muy difícil combinar tantas prendas oscuras entre sí. La amiga era rubia. Nuestra despedida llegó cuando ella se bajó en Vall d’Hebron, eso le pegaba más. ¿Y la otra? De vuelta a Horta.

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