Tránsito

Miguel Lomana

Son las 8:30 de la mañana de un día cualquiera  entre semana. Yo llevo en ese momento 50 minutos despierto y tres paradas en el metro que me lleva a la oficina, en la que me dedico durante horas a sentarme enfrente de la pantalla del ordenador, contemplando los minutos de vida que se agotan y que ya no volverán a mí. Pero son las 8:30 y ese momento todavía no ha llegado.


No siempre coincidimos, y puede que no siempre me fije en que está ahí. Durante largos intervalos, que pueden ser semanas o meses, hasta me olvido de él. Y de repente un día, sentado, aislado por la música que sale de mis cascos, con mi mente en la más absoluta nada, alzo la vista y me lo encuentro, y su presencia me insufla de una reconfortante sensación parecida a sentirse seguro, protegido. Es siempre agradable verle de nuevo.


Entra por la tercera puerta del vagón y se coloca frente a la barra metálica de apoyo que hay en mitad del pasillo, aunque nunca la utilice realmente. Durante los 25 minutos del trayecto hasta su parada se clava ahí, enhiesto, su metro noventa y pico de altura dominando al resto de pasajeros, pero él mantiene la cabeza gacha, centrado en el libro que acaba de sacar de su mochila, devorando con determinación cada palabra sin torcer el gesto. Siempre se trata de un libro de Stephen King; si existen otros autores en el mundo, o lo ignora o no le importa en absoluto. Me pregunto cuánto tiempo lleva ejecutando esta rutina, con cuántas de sus decenas de novelas habrá acabado en este tiempo, cuántos viajes más necesitaría para finalizar con todas ellas y que haría cuando eso ocurriera. Quizás simplemente dejaría de coger ese tren, abandonando el trabajo o lo que sea que le obliga todos los días a bajarse en Avinguda Carrilet. Qué sentido tendría cuando ya no queda más por leer.


¿Adónde va cuándo se separan nuestros caminos? Mientras yo subo a la calle él tuerce hacia la derecha para coger el ferrocarril hacia Dios sabe dónde, separándonos hasta una siguiente vez que ninguno de los dos sabe cuándo podrá ser.


Una vez, regresando a casa, drenado una vez más por la jornada laboral me lo encontré, pero esta vez no estaba solo, estaba dentro de un grupo de gente, interactuando con ellos, hablando, riendo, mostrando humanidad. Apenas quince minutos que sirvieron para asomarme momentáneamente a un fragmento de su vida que se sentía como si fuera algo secreto, algo que no se me permitiera ver. Una existencia más allá de lo que yo, en mi cabeza, le había otorgado.


Me pregunto si él sabrá quién soy, si se da cuenta de la persona que con discreción le observa, si me analiza con el detenimiento que yo le dedico a él, si hay un entendimiento, un reconocimiento mutuo entre los dos. Tal vez el saber que, entre toda la gente anónima que llena el espacio del vagón, hay una conexión entre nosotros dos, el saber que no estamos solos.


Un día que nos volvamos a ver, al salir del vagón y cruzar el torno giraré a la derecha y haré transbordo en su ferrocarril. Bajaré las mecánicas dos escalones por detrás de él y sentados en el mismo banco esperaremos al tren. Recibiré una llamada del trabajo que no cogeré. Apagaré el móvil y en mi asiento le miraré leer de pie su libro mientras avanzamos durante horas, cada vez más lejos. Se hará de noche y ya no quedará nadie más con nosotros. Y llegado el momento leerá la página final de El resplandor, cerrará el libro y se abrirán las puertas. Cruzaremos una primera y última mirada y saldremos, y eso será todo.

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