Sólo quiero irme a mi casa.

VigilantRetirat

Tío, te juro que este trabajo va a acabar conmigo. Día tras día me resulta más difícil lidiar con la clientela y soportar los comentarios poco oportunos desde bien entrada la mañana hasta el final de mi jornada, sin mayor osadía que contestar con mi perfecta (y cara, abusivamente cara) sonrisa nueva.        


–Mamá tenía razón –murmuré mientras me desabrochaba el mandil–. De haber aprovechado mejor el tiempo ahora tendría mi perezoso trasero en otro lugar; que sin dejar de ser ésta una labor digna, preferiría otras mejor remuneradas.


Por fin salgo y me dirijo al metro que va a llevarme de vuelta a casa. Hoy ha llovido durante todo el día y no me apetecía ir en moto (aunque no os lo creáis, trabajar mojada y sirviendo cafés es algo todavía más espantoso). Después de unos minutos de espera en el andén y mientras leo el último tomo de “Las fantásticas aventuras de tu amigo y vecino Spiderman”, llega un nuevo y flamante convoy recién estrenado que solamente parece que tenga unos 50 años y medio trillón de kilómetros. En fin, me subo al tren y entierro la nariz en las viñetas de mi superhéroe favorito.


No pasan ni dos estaciones y unas pocas páginas que algo funciona mal; las luces del interior parpadean para no encenderse más, la gente empieza a inquietarse y levantan la mirada de su teléfono último modelo arrugando las cejas. El tren traquetea hasta que al final se detiene con un largo y fatídico suspiro. Un señor con gorra en el andén se levanta de su asiento, señala en la lejanía con cara de mucho susto y, sin ser capaz de articular palabra, sale corriendo en dirección contraria. Otra vez está ocurriendo...


–Oh, vamos, no son tan feos –me quejo para mis adentros–. Y además como mucho serán uno o dos, a estas horas no se atreven a aventurarse muy lejos de sus apestosos agujeros.


Estiro el cuello y miro cómo el resto del tren intenta salir empujándose unos a otros, tal como se indica en esos divertidos protocolos de evacuación. Deposito cuidadosamente mi cómic dentro de la mochila y entonces le dejo las riendas a mi faceta artística que tanto le gusta al abuelo: salgo por una puerta que alguien ha abierto a lo bruto, grito que han vuelto y suplicando al cielo (como si el de ahí arriba tuviera algo que ver) salgo corriendo despacito detrás de los demás.


–Con eso bastará –digo en voz baja, girándome–. Ya están lo suficientemente atemorizados. Una de esas cosas entra en cólera y lanza por los aires un vagón entero justo después de que una pobre señora saliera empujando su carro de la compra. 


–Vamos, abuelita, los tomates están caros pero no pasa nada si esta noche no cena su ensalada digestiva –le digo–. Y no me mire así, aunque no lo parezca estoy tan asustada como usted.


Me aseguro mirando de lado a lado que nadie más queda para presenciar la escena que está a punto de ocurrir; suelto la mochila a mis pies y con total vehemencia abro la cremallera, meto la mano y noto el suave tacto de la licra. Uno de ellos se me acerca, torciendo la cabeza y hablándome telepáticamente en su idioma gutural.


–Tu también tienes una pinta asquerosa, bicho repugnante. Verás, no llevo doce horas trabajando para que interrumpas mi viaje y te vayas de rositas. Y no, no vas a comerme, ni te lo cuestiones –acto seguido sacó la mano de mi mochila y me pongo la máscara–. 


–Tengo que hacer más ejercicio –pienso, mientras ese ser inmundo me reconoce y monta su escenita entrechocando las pinzas–. El traje empieza apretarme en la entrepierna.


 

T'ha agradat? Pots compartir-lo!