La estación de Pucho

Pucho

Era una tarde lluviosa de primavera. Pareciera que la ciudad había sido colocada dentro de una nube, como se coloca una esponja en una de esas baldas dentro de la ducha, a la espera de ser necesitada por el jabón, entre el vapor.


Recogiste a tu hijo de la escuela, al final de la avenida Vallcarca. Entrasteis en la estación de metro de Penitents, de la línea 3. Tuvisteis suerte porque el vagón al que accedisteis no estaba demasiado lleno; pudisteis sentaros. Apareció tu habitual incomodidad ante el hecho de no saber dónde posar la mirada, la molestia cotidiana ante la posibilidad de cualquiera de esos sutiles choques de mundos invisibles pero reales que ocurren en el transporte público, cada instante, cuando dos miradas se cruzan.


 


Tu hijo se había quedado callado, abismado en su propio mundo de descubrimientos, embarcado en la aventura de la curiosidad perenne de un niño de seis años, el cuerpo relajado por el traqueteo amable tras toda una jornada con extraescolar incluida, la mente enchufada a unos ojos ávidos en un principio, somnolientos poco después.


Entonces reparaste en tu propio reflejo en la luna de enfrente. La sorpresa de una cara que resulta familiar y que tras varios segundos, transitorios y extraños, reconoces como propia. Pero tu rostro dejó rápidamente de ser el foco de atención principal. Era el propio cristal lo llamativo: a medio camino entre la transparencia y la translucidez, se presentaba borroso. Te preguntaste si aquello tenía que ser así, o si estaba empañado, o sucio.


–Debe de ser así –zanjaste (empezabas a estar cansado). Y comenzaste a soñar. Pero la pantalla de tus sueños no era tu mente, sino aquel cristal improbable, y desde el comienzo de la proyección apreciaste como el reflejo difuminado de tu propio semblante se tornaba algo distinto, si bien no menos natural: Ahora era un pez.


–Me llamo Pucho -comenzó diciéndote.


Después conociste la historia de aquel ser. Su origen, Pitula, un planeta que no era la Tierra. Que no era siquiera un planeta. Las formas de vida que, como él, se desarrollaban allí. Su parentesco con Gurb, de quien ya había hablado Eduardo Mendoza. Las diferentes dimensiones espacio-temporales en las que existían él y sus iguales.


Pero eso fue después.


–Me llamo Pucho –te dijo –. Y soy un pez.


Después, también después, Pucho te habló de su sueño de ser conductor de metro y de su voluntad de conseguirlo por sus propios méritos.


–Yo no pienso recurrir a los mismos trucos que mi hermano Gurb (También te explicó que en su dimensión de procedencia sólo existe un parentesco: Todos son hermanos),como adoptar diferentes apariencias según convenga y cosas así. No creas que todos los pitulianos somos iguales, aquel hermano mío estaba descentrado. Algo le golpeó su procesador principal al caer en Cerdanyola. Se humanizó. A mí ni siquiera me gustan los churros. Un día conduciré uno de estos, lo conseguiré, sin dejar de ser un pez, ya lo verás…


El viaje fue corto. Os bajasteis en Lesseps. Te restregaste los ojos. Desperezaste  a tu pequeño y salisteis al exterior. En la plaza había aflojado el chaparrón. Pucho te emplazó para encontraros al día siguiente en el mismo lugar, y así seguir conociéndoos. Quizás no fuese el más fascinante ni el más singular de los seres que te habías encontrado en un vagón de la línea verde, pero el preludio de su relato te resultó interesante.


Para ti y para tu hijo ya había otra estación renombrada, otra más. Ahora Penitents era, para vosotros, la estación de Pucho.


 

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