La vuelta
—Capitán, capitán, hemos llegado, capitán. Ha de bajarse; estamos en Glòries.— La voz sonaba cálida y amable, como la de un viejo amigo.
El tranvía deslizó una puerta acristalada ligeramente curvada sin ruido alguno. El último y único pasajero pareció despertar de repente, parsimonioso, con un rictus de cansancio en la mirada. Alrededor de la vieja planta de llegada no se veía un alma: silencio, ni un transeúnte, ningún vehículo circulando; tampoco estacionado. Con un suspiro, el pasajero se levantó y caminó hasta la puerta ahuevada. Su cabello canoso era similar a un pequeño mar blanco, encrespado y rebelde; no muy frondoso, pero mostraba la remembranza de una perdida juventud, el trazo de una vida anterior. ¿Siempre es melancólico el pasado? El poeta nunca respondió.
Cuando comenzó a descender del vehiculo la voz amigable, con un matiz de cortesía lejana a toda artificialidad, le despidió:
—Que tenga una buena tarde, capitán. Hasta mañana.
El hombre levantó la mano por toda respuesta y se giró levemente hacia la pantalla, que hoy mostraba una imagen apacible, una extensa campiña inglesa. Era el corazón del tranvía, el centro que conducía y controlaba todo el movimiento interno y externo del vehículo. Un superviviente.
Cuando pesadamente el hombre al que el robot al frente del centro computarizado de mando llamaba "capitán" bajó el último peldaño, la puerta bajó dejando herméticamente cerrado el vagón.
El capitán subió el cuello de su gabardina y miró las ruinas de su entorno. El edificio que había destacado en la lejanía de todos los puntos de entrada a la ciudad era un esqueleto gris, cemento, hierro retorcido, desnudo por completo de los ventanales, sin el bello colorido de su figura ahusada. Las calzadas estaban repletas de socavones; el asfalto estaba retorcido y dejaba ver las entrañas revueltas: cemento y tierra rojiza; el viejo pasado vencido, se burlaba de un presente herido lleno de cicatrices acusadoras.
El hombre caminó sin prisa por los restos de la acera levantada a trozos; sorteaba baldosas floreadas, otro símbolo de la ciudad orgullosa ayer, hoy domada por la sórdida estupidez humana. ¿Quién fue el responsable del desastre que se desató, que llegó inesperado como un rayo múltiple y quebró sueños, ilusiones, esperanzas, fantasías..? Liquidó futuros, cercenó planes, desplazó urgencias: supuso el final de tantas cosas... Nombres perdidos, imágenes; fotografías de un ayer que no se mustió, sino que fue amputado. ¿Por qué nadie se opuso al desastre cuando ya las nubes pesadas del conflicto se cernían sobre todas, sobre todos; encima de las despobladas cabezas de los bebés, junto a las agotadas articulaciones de las ancianas y ancianos, en torno a los escépticos ciudadanos; sin respetar las fronteras que el tiempo estableció como barreras infranqueables y el fuego y la radiación barrió en una breve estampida de corceles bélicos que nadie vio venir, caer, arrasar, morder carne y hueso, casas y plazas ajardinadas, calles e industrias.
El "capitán" se dirigía al refugio común donde los pocos supervivientes regresaban cada noche a repartirse los pocos restos de una civilización que no supo vivir colectivamente y fue arrasada por su propia vileza.