Pessic, el lagarto y la luna

S. Turu

Vi como Andrea se anudaba los zapatos en la puerta del apartamento, y comencé a saltar ante su figura arrodillada. Abrió y me dijo: “Va, ‘nem, Pessic”. Según bajábamos a la calle podía oír la miríada de sonidos inconexos que nos esperaba al otro lado del portal, así como los cientos de olores de marcas territoriales, y de los coches, aquellos animales huecos que se desplazaban con humanos dentro. Pero nosotras no solíamos fusionarnos con los coches, solo cuando subíamos a la montaña. Normalmente girábamos en la calle de los contenedores, donde yo dejaba un mensaje pacífico pero contundente, donde siempre para los de siempre: ya eran años. Trotábamos entre otros perros y sus personas, y las ocasionales personas sin perro, hacia un claro en el que siempre había muchos pájaros. Ahí bajábamos por unas escaleras hacia una cueva incierta. Las primeras veces tuve miedo. En parte por el bozal. El bozal es una cinta que se coloca en la cara, aprieta el hocico y no permite olisquear bien, ni abrir la boca. El bozal no me gusta.  También me sobrecogían la gente y el ruido. Sentía que el control de mi destino se escurría entre mis patas. Pero ahora resuena en mi corazón la energía del guerrero de aquellos perros ancestrales que aullaban a la luna y que no tenían miedo. 


Bajábamos las escaleras hacia las profundidades espeleológicas y a nuestro lado transitaban  humanos de pelajes diversos. Yo caminaba al ritmo lento de Andrea, sostenida por el lazo que me conectaba con su pata superior; esa extremidad picuda, llena de dedos largos y móviles que abrían las bolsas de comida, sin necesidad de usar los dientes. Súbitamente, corrimos gravitando hacia lo que habita en las profundidades de la ciudad y entraba zumbando por un agujero en la pared: el rey de todos los coches. Un enorme  lagarto, veloz, con muchas bocas que engullía,y simultáneamente escupía, humanos y perros emitiendo silbidos y ruidos guturales en su dificultosa respiración asmática. El bicho paró y nos acogió entre sus fauces. Andrea se sentó dentro a esperar el momento de la regurgitación escalonada. Yo me puse entre sus patas debajo del asiento  para sentir su protección. Me acarició las orejas y me  miró enseñando los dientes, en esa manera confusa que tienen los humanos de decir  “todo está bien”. La demostración dentaria podría ser malinterpretable, pero la solían salpicar de ruiditos ininteligibles de placer, como si hubiesen olido algo interesante u otro humano les hubiera rascado en la parte baja del lomo. Así se podía saber que estaban contentos, a pesar de mostrar los colmillos y de no tener rabo que guiara la empatía. 


En una parada, subió un podenco con su humano. Olía a sal y a esa mezcla  de adrenalina y placer que rezumamos los canes cuando hemos perseguido intensamente una pelota, como un boomerang cuadrúpedo y feliz. Estábamos cerca. Las patitas me bailaban con nerviosismo al ritmo del traqueteo del gran lagarto. Andrea notó mi excitación mientras se levantaba y nos disponíamos a ser vomitadas en el frenesí de las pezuñas calzadas con sandalias y deportivas. “Ja gairebé hi som, Pessic,tranquil·la ”  me decía. Comenzamos el ascenso hacia el cielo abierto por grutas serpenteantes, hasta llegar a los palos móviles que marcaban la frontera de las catacumbas.  Y por fin bocanadas de aire marino circulaban por nuestra nariz y  pulmones. Yo olía la arena mojada y las meriendas de los domingueros. Andrea sacó la pelota del bolso y la lanzó. “Au, bonica. Ja pots córrer”.

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