En la línea azul

Alicia Martínez Paredes

Hay días en los que el tedio puede atraparte y devorarte sin demasiadas contemplaciones. Cuando percibo su aliento agrio en mi nuca, sé que debo permitir que el azar me sorprenda. Es un buen momento para viajar en metro.


La idea de descender hacia la oscuridad, que siempre posee algo de misterio, ya me parece un acontecimiento excitante. Aproximarme al centro de la Tierra me identifica con Julio Verne y me prepara para experimentar cualquier aventura que surja en sus profundidades.


En el vestíbulo descubres que solo unos cuantos elegidos vamos a atravesar sus puertas automatizadas, accesibles a través de códigos secretos escondidos en un pedazo de cartón. Como una espía recién llegada de la Guerra Fría, cruzo sigilosa, miro hacia cada lado y permanezco atenta en el andén.


Los vagones se desplazan por laberintos sombríos donde solo sobreviven insectos, mamíferos desahuciados y leyendas de terror. Cuando uno se aproxima, sé que solo dispongo de unos segundos para acceder antes de que parta y pierda la oportunidad de refugiarme. Lo consigo y me acomodo en un rincón.


Frente a mí, una hilera de cabezas comienza un balanceo acorde y desganado, interpretando una danza absurda que no deja de extasiarme. En la plataforma central alguien se desplaza hacia los asientos laterales, avanza con pasos inseguros, se detiene y repite de nuevo ese vacilante baile hasta convertirlo en un chachachá improvisado. En un extremo, una mujer estudia el panel luminoso de las estaciones que están por llegar, su mirada elevada recuerda a la de una madonna penitente. No deja de sonar un traqueteo que camufla el silencio de los viajeros solitarios. La mayoría hunde retazos de vida en una pantalla de móvil. Otros esquivan miradas que se cruzan como dardos furtivos y los demás, adormecidos, con ojos como puntas de alfiler, miran hacia ninguna parte. Durante el trayecto, las cabezas, las miradas y los bailes se renuevan pero como marionetas, siguen manteniendo una oscilación semejante.


Llego al final de la línea azul y me encuentro ante el umbral de un paisaje de acero y cristal donde cinco pisos de cascadas mecánicas fluyen entre torrentes humanos. Me adentro en la primera cascada y navego hacia la planta superior embarcada en una sinfonía muda de teclas diminutas. Me dejo llevar por la corriente hasta que una despiadada rendija zanja el cabotaje y no me queda más remedio que desembarcar hasta suelo firme. 


Repito este breve crucero cuatro veces más hasta llegar al último nivel y decido invertir el recorrido. Las escaleras mecánicas dejan de ser cascadas para convertirse en montañas rusas. Montarse requiere cierta osadía, das un primer paso y te aborda el vértigo. Durante el descenso tu cuerpo se relaja, pero en el último tramo notas como los dedos de tus pies se encogen por temor a ser engullidos por una mandíbula de hierro, sales rápido, esquivando la mordedura, pero repites.


Me quedo un rato disfrutando de mi parque de atracciones particular. Solo echo en falta algún puesto de manzanas caramelizadas para sentir que he hallado la feria perfecta.


Estoy subiendo por tercera vez por una de las cascadas, cuando se me acerca un joven uniformado.


—Buenos días, señora. ¿Necesita ayuda? ¿Acaso se ha perdido?


Advierto que me observa con atención. Imagino que como ya peino canas y debo rondar la misma edad de su abuela, ha llegado a la conclusión de que el enemigo alemán ha conquistado mis neuronas.


¿Y cómo le explico a este amable muchacho que solo estoy jugando?


 

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