Y así fue...
Entro corriendo al vagón del metro dos segundos entes de que se cierren las puertas del tren. Las señales azules con el nombre “Diagonal” ya se están desvaneciendo en la oscuridad del túnel cuando, somnolienta y nerviosa, me siento en un asiento, también de color azul. “Todo esto ya ha ocurrido alguna vez” – pienso, y no puedo aferrarme a este pensamiento, no puedo entender su origen, y, honestamente, no quiero. Después de todo, son apenas las siete de la mañana, todavía no he tomado la segunda taza del café, y en los últimos días en total no he dormido más de seis horas, cuando debería haber dormido todas las veinte.
La mochila se desliza lentamente de mi hombro y mi cabeza cae sobre la palma de mi propia mano, mis ojos se cierran gradualmente y mi cuerpo, tratando de no caer sobre la persona sentada a mi lado, se acurruca en un pequeño bulto, hecho tal vez de miedos o recuerdos, y se sumerge en el sueño. Y ahora estoy parada en la fría rampa del avión, con un gorro y guantes cálidos, y mis ojos brillan con las letras amarillas brillantes de los letreros y con las esperanzas que los llenan. Mis manos no están congeladas en absoluto y miro fascinada los copos de nieve que giran lentamente, preguntándome cuál de ellos aterrizará en la punta de mi nariz. Me siento tan libre, porque este avión es un escape de la rutina, una escapada de los barrios somnolientos y las calles grises de la mañana, del largo camino a la escuela y las noches interminables. Es una escapada... Espera...
Sobresalto y me despierto al sentir algo suave acariciando mi pierna. A través de mis párpados entreabiertos veo a un pequeño cachorro negro moviendo alegremente su cola. Las personas entran en la siguiente estación y yo suspiro aliviada: todavía tengo un largo camino por recorrer. Y solo entonces abro completamente los ojos.
Sí, todo esto ya ha ocurrido alguna vez: las siete de la mañana entre la gente que corre con prisa, los ojos adormilados y la mochila pesada. Así era hace cinco años, o tal vez seis, cuando salía emocionada de las últimas clases y el mayo florecía afuera. Con cuidado, apoyaba mi cabeza en el hombro del chico que me gustaba tanto y respiraba su perfume, especiado y un poco empalagoso. En aquel entonces, los dientes de león sobresalían de los bolsillos de mis pantalones, y las estaciones de metro se desvanecían lentamente, tan parecidas, solo en este momento tenían nombres en otro idioma. En general, así sucedió con frecuencia. Durante toda mi vida.
Y luego, tuve el deseo de escapar de los círculos ya trillados y alcanzar el avión tan deseado. Y aquí estoy. Con los ojos somnolientos. La mochila que se desliza de mi hombro por quinta vez.
Muchas veces me han dicho lo importantes que son las cosas aparentemente insignificantes. Y aquí estoy. Con los ojos somnolientos. Un nuevo perfume con aroma a té verde. Una mochila a punto de romperse por la cantidad de historias en las que ha participado. Un perro negro que parece estar reclamando mi atención. Un chico sentado frente a mí, terminando un pastel de manzana que tiene olor maravilloso. Sombrillas de playa sobresaliendo de las bolsas de los turistas. Apuntes de los estudiantes escritos con letra legible. Un tatuaje en la muñeca de una chica que dice "viva la vida". Mi parada. La humedad y la alergia al polen de mayo. Muchas historias nuevas que se entrecruzan en las estaciones de tren.
Y tal vez, dentro de un par de años, escribiré: "Así fue en mayo de 2023..."