Terciopelo

El pájaro verde

Me llamó la atención el color dorado de su cartera, era distinta. La deseé al instante. Alargué la mano y rocé su chaqueta con los dedos. La suavidad me sorprendió. La tela era tierna y cariñosa. Cerré los ojos y me dejé envolver por aquellas caricias. Imaginé, durante un momento, una vida sin hambre, de risas y fruslerías, una vida de terciopelo.


Un fuerte sonido metálico me sacó de mi ensoñación. Venía el tren y, con la vibración, la masa de trabajadores se abalanzó expectante hacia las vagonetas. El tranvía subterráneo, metropolitano lo llamaban, se miraba todavía con prudencia. Aun así, pude notar el aliento del hombre que tenía detrás.


Me resultó tan desagradable que di un paso adelante y apoyé la mano en su espalda.


Jazmín, ella olía a Jazmín.


Las puertas se abrieron. Los hombres y mujeres dejaron de lado su moderación para convertirse en una marea. De repente, la prisa apremiaba.


Era mi oportunidad. La billetera dorada esperaba. Mi víctima entró. Yo la seguí de cerca. Me convertí en su sombra. Presioné mi pecho contra su espalda y aguantando los empujones, introduje, de nuevo, dos dedos en su bolsillo.


Para el que sabe hacerlo, solo hacen falta dos dedos.


Presioné la pinza sobre la billetera dorada y, con un movimiento rápido, hice mío lo que antes era suyo. Ella ni se dio cuenta.


O eso creí yo. Porque, de pronto, se giró y enfadada buscó con la mirada un culpable. Encontró mis ojos y los clavó contra la pared del vagón.


Ella se había dado cuenta del robo y sus ojos me acusaban.


—Es usted un grosero — dijo de repente.


Pum, pum, pum. El corazón tronaba.


—¿Yo? ¿Pero, señora, qué dice? —Una sonrisa escapó.


“Por qué no apartaba la mirada, por qué no salía corriendo…”


—Creo que has sido tú—insistió. Se acercó un poco más.


—Señora, le juro que no sé de qué habla—La sonrisa se hizo más grande.


“Pero ¿qué estaba haciendo?”


—Seguro que has sido tú— Me acusó clavando un dedo en mi pecho. Sentí un escalofrío de placer.


—No tengo nada, señora, regístreme— Subí las manos, divertido.


De nuevo mis palabras iban por libre. Por qué había dicho eso, me interpelé. Si me registraban, encontraría la billetera. ¿Acaso estaba coqueteando?


—Digo, que has sido tú el que me has tocado el culo.


— ¿Qué? Ojalá—El rubor cubrió mi cara por completo.


—¿Cómo? — Esta vez la sonrisa se le escapó a ella.


Las puertas volvieron a abrirse y la masa volvió a empujarnos. Mi cuerpo flotó hacia los lados y luego hacia fuera. La marea de cuerpos grises tenía prisa y no consentía la pausa. Las puertas se cerraron y el olor a Jazmín se fue para siempre.


Me quedé inmóvil en medio del andén. Rodeado de cemento gris y sin fragancia. Volví a la dureza de las miradas furtivas. Volví a ser un zorro en un gallinero, un ladrón hambriento en busca de nuevas víctimas. Nunca había sentido tanto dolor.


Cuando llegué a casa puse sobre la mesa del salón la recaudación del día. Estaba de mal humor. No tenía motivos para protestar, había sido un buen día. Abrí todas las carteras. Había un par de billetes que arreglarían mi final de mes y…  


De la cartera dorada cayó una foto.


Era ella. Su cuello perfecto enmarcado en un traje con puntilla, su chaqueta de terciopelo y sus ojos intensos. Desde la foto parecía acusarme de nuevo: “Has sido tú”


Una sonrisa afloró de nuevo. El calor volvió a mi cuerpo.


Tomé una decisión.


Bajaría al metropolitano todos los días y esperaría hasta que el jazmín volviera. Encontraría la flor que crecía en el cemento.


 

T'ha agradat? Pots compartir-lo!