El Gusano Metálico
El Gusano Metálico
Sí, soy un gusano metálico. Vivo bajo tierra y me desplazo de aquí para allá, sin comprender el propósito de mis viajes. Obedezco órdenes sin cuestionarlas, como un empleado incansable al servicio de aquellos humanos encorbatados que, por razones que desconozco, necesitan ser trasladados a un punto concreto de este interminable entramado de túneles. No soy el único; en total, somos unos 180 gusanos metálicos recorriendo las entrañas de la ciudad, una familia subterránea de acero y engranajes.
Nuestra presencia es imponente: medimos 3,80 metros de alto por 3,20 metros de ancho, y cada uno de nosotros se extiende a lo largo de 22,86 metros. Llevamos generaciones sirviendo a los humanos, quienes, con una rutina inquebrantable, se acomodan dentro de nuestras entrañas para que los transportemos con precisión y rapidez. Alcanzo velocidades de más de 25 kilómetros por hora y puedo cargar con más de 500 personas a la vez, aunque apiñadas como piezas de un rompecabezas.
Aquí, en los túneles, ocurren acontecimientos insólitos. He escuchado todo tipo de rumores: algunos dicen que este mundo subterráneo es peligroso, un lugar oscuro donde se ocultan secretos; otros lo elogian, considerándolo un refugio seguro frente a las inclemencias del exterior. Pero lo que más me fascina es el murmullo incesante de las voces humanas. En mi barriga, día tras día, la gente habla de sus vidas, de sus sueños y sus fracasos, de sus alegrías y miedos. Millones de historias han quedado atrapadas en mis paredes de metal. Si existiera una forma de extraerlas, ¿qué revelaría la auténtica cultura popular? ¿Cuántas decisiones cruciales se han tomado dentro de mí en estos cien años que hoy cumplo?
Sin embargo, entre todas las voces, hay una que siempre me ha intrigado. Desde que tengo memoria, un mismo pasajero sube a bordo a las seis de la mañana. Durante veinte minutos, permanece inmóvil en el mismo lugar y, al llegar a su destino, abandona mi barriga. Cada vez que abre la puerta, vislumbro un resplandor que supongo es lo que llaman sol, ese astro del que tanto hablan y que nunca he visto.
Hoy, sin embargo, algo ha cambiado. Mi pasajero habitual ha llegado vestido con un traje de lujo. Su presencia irradia una energía especial, como si estuviera a punto de hacer algo trascendental. A las nueve en punto, ha sacado una máquina de su maletín y, con un gesto solemne, ha detenido toda la actividad en los túneles. Su voz, amplificada por la megafonía, ha resonado en cada rincón de nuestra red subterránea. Ha anunciado la celebración de nuestro centenario y ha prometido algo que ha hecho vibrar mis engranajes: gracias a un robot de su invención, podrá extraer y descifrar la cultura acumulada en mis recovecos, todas esas voces que han quedado atrapadas en mi estructura.
Pero mi mayor emoción no ha sido esa. Hoy, por primera vez, me he atrevido a pedir algo. Le he transmitido mi más profundo anhelo: ver el sol. Ahora que cumplo cien años, deseo salir a la superficie, sentir la luz sobre mis tornillos, mis bielas, mis ruedas. Quiero comprobar si es cierto lo que he oído durante tanto tiempo: que el sol es la fuente de la vida.
- ¿Será posible? ¿Me concederán ese último deseo?