Un reloj sin agujas

Psique

“No voy a llegar a tiempo”, pensó Claudia mientras se perdía en el mar de personas que se esparcían a lo largo de las vías del metro; unos impacientes por salir del vagón y otros por entrar. La estación de metro de Catalunya se inundaba de un desasosiego multitudinario fruto de la prisa compartida por llegar a algún sitio. Mientras tanto, los pitidos que predecían el cierre de puertas confirmaban la deducción de Claudia. “Seguro que el siguiente viene más vacío” una creencia a la que nos aferramos todos cuando algo no sale a nuestro parecer, pensar que nos espera algo mejor nos mantiene a flote, Claudia no era una excepción. Cada día a las siete salía de la cafetería en la que trabajaba con el objetivo de llegar lo antes posible a su casa, disfrutar de un largo baño y permanecer horas acompañada por la luz de su móvil reflejada en su cara hasta llegar al sueño tardío. Ella era una joven acostumbrada a una vida rápida, empezando semanas anhelando su final. Llevaba años funcionando en modo piloto automático y se encontraba en un periodo donde reinaba la incertidumbre después de decidir dejar la carrera que había escogido por comodidad y no por gusto. Sin embargo, ese martes, por desgracia o fortuna, su cotidianeidad se vería afectada por la casualidad “Se ha producido una incidencia en la L3, la circulación volverá a la normalidad una vez se haya resuelto” Se había familiarizado con buscar los cascos en la profundidad de sus pertenencias, no obstante, la ausencia de estos fue inesperada “justo hoy me los tenía que dejar, perfecto” pensó.  


“Tap,tap,tap” el sonido que hacían un par de zapatitos de tacón contra el andén, acompañados de un paso ligero y tranquilo. Ella era Carme, una viejecita amante de los colores casi igual de vibrantes que su personalidad dicharachera. “Tap, tap, tap” hasta llegar a donde se encontraba Claudia sentada. “¡Cariño! Pero si eres tú, la del Café Roma” le dijo mientras sus labios color carmesí se curvaban en una gran sonrisa. “Sí, esa soy yo” Claudia le sonrió tímidamente. “Veo que a alguien se le escurre el tiempo” comentó la viejecita, señalando la rodilla de la joven que se movía inquietamente. “No contaba con tener que esperar de más el metro, la paciencia nunca ha sido mi fuerte” respondió Claudia, Carme le miró como si fuese incapaz de entender las palabras que salían por su boca. “Eso te pasa porque estás ensimismada en tu propia espera, ¿no te das cuenta de que los demás también están esperando contigo?”, espetó la anciana, “el metro es mi lugar favorito para observar, un vagón de metro es el lugar idílico para recibir leves dosis de realidad ajena”. En la vía contraria, una pareja de jóvenes entrelazaban miradas cómplices. “¿Crees que es su primera cita? O al igual llevan unas cuantas, esperemos que no sea la última”. Claudia se fijó en un sinfín de cosas que conformaban la existencia de esos extraños que por minutos no eran tan extraños.Los calcetines discordantes de un chico, la conversación de una madre planeando la fiesta de su hija por teléfono o un niño pequeño jugando con un cochecito al cual le faltaba una rueda. Múltiples postales en carne viva que por un fortuito momento le hicieron consciente de las vidas que transcurrían paralelamente a la suya. Claudia observó el reloj de muñeca que ocupaba la viejecita a su lado, no tenía agujas, solo números desnudos. Carme se percató y le devolvió una sonrisa. “Yo ya no tengo que esperar nada, tengo tiempo suficiente para vivir, es lo único que me queda”.

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